Ayer me regalaron y leí un libro que se titula, “Esta ciudad”. Lo escribió un hombre al que no conocí, pero la verdad te digo, bien me hubiera placido el conocerlo. Yo diría que estamos en la misma onda literaria, salvando las distancias, claro, pues aunque en esta obra creo que sí coincidimos en el sentimiento y en el entendimiento poético con que está reflejada su inspiración e historia, su estilo sosegado y puntual no suele ser el que más utilizo yo para verter mi catarata de emociones. Dicho lo cual, ha sido para mí un precioso descubrimiento que quizá un día, en algún momento, yo también practique. Este hombre, para nuestra pena camino de las estrellas hace ya unos años, escribió algunos libros más, uno de los cuales, “Quiero comer con los perros”, también me fue regalado -qué suerte la mía con lo de los regalos- hace más de cuatro años y también lo disfruté mientras lo leía con fruición.
El título me pareció una mezcla de desesperación, tristeza, ternura y evocación, lo que produjo en mí una instantánea necesidad de comenzar la lectura y comerme las páginas a desesperados bocados, como quien necesita saciar una sed de más de quinientos kilómetros de desierto; y fue fabuloso. Cuando llegué al momento en el que el protagonista cita el título de la obra -porque a veces los escritores necesitamos poner el título en algún momento de esta-, la congoja tomó posesión de mi corazón y mi mente sintió la necesidad de dar rienda suelta a mi espíritu revolucionario nunca dormido. Hoy me he reencontrado con “Esta ciudad” y he releído alguno de sus capítulos buscando deleitarme una vez más en la muy particular forma de ese señor que habla y escribe sobre esa ciudad que le acoge y le seduce.
El capítulo VI, Las calles, dentro de su sencillez, me ha resultado especialmente delicioso. Mi amigo -porque me gusta llamar así a los cantantes, escritores y actores que despiertan en mí la necesidad de aprender de ellos-, habla de las calles de esa ciudad con parsimonia y las cita, unas anchas y otras estrechas, unas largas y otras cortas, unas sencillas y otras enrevesadas, unas que desembocan en una plaza o plazoleta y otras que se pierden en un laberinto cuando se entremezclan entre sí, no se sabe si porque de la necesidad nació el plano quebrado que las enmarca o porque hacerlas virar infinitamente, era conseguir el refugio que los posibles no daban a los más humildes.
Dicho lo cual y viniéndome a la memoria algunas de las actuaciones del ayuntamiento de mi ciudad en relación a las calles de esta ciudad hace ya un tiempo, me ha asaltado la necesidad de tomar prestado por un momento el estilo de mi amigo, para recoger mi capítulo sobre las calles de esta ciudad y hacerlo llegar a sus ciudadanos a ver si, con un poco de suerte, coincidimos en la apreciación sobre el urbanismo en esta ciudad.

Las calles que dan vida a esta ciudad, hace unos treinta años estaban compuestas, como la lógica hace suponer, por calzada y acera. Y hasta ahí todos de acuerdo. Entonces las aceras y con ellas los peatones, estaban elevadas y protegidas por un bordillo de más de un palmo de alto que no solamente cuidaba a los viandantes del tráfico rodado sino que, además, les evitaban las caladuras propias en los pies los días de lluvia. Si a esto le añadimos que la calzada poseía una inclinación hacia el interior de la misma donde se dirigía el agua citada en busca de las alcantarillas, pues miel sobre hojuelas. Me recordaban a las calzadas romanas de Pompeya que descubrí cuando estudiaba historia del arte en la universidad y que tuve la suerte de poder visitar allá por el año 1987. ¡Qué ingenio! ¡Qué majestuosidad! Para darlas mayor prestancia y urbanidad, de tanto en tanto, las ponían una especie de paso de peatones sobreelevado que dejaba los espacios suficientes para que las ruedas de carros y cuadrigas pudieran pasar por ellos; otra cosa sería lo de las pobres bestias que tenían que, literalmente, saltar por encima del obstáculo que servía de paso a los peatones. Pero eso es otra historia, jeje.
Hace unos treinta años, el ayuntamiento de esta ciudad decidió dejar las calles -calzadas y aceras- explanadas, eliminado los bordillos que daban marco y protección a los peatones de los vehículos…, y de la lluvia. Para evitar que los coches aparcaran en las desaparecidas aceras y, creo yo, proteger a los viandantes que fueran camino de la Plaza Mayor, de los juzgados o del Acueducto, clavó, literalmente, cientos o miles de pivotes metálicos que salvaban entre ellos una distancia de unos veinte metros. Y se quedó tan ancho. Creada la necesidad, “ancha es Castilla”, así que en un santiamén, los pivotes se hicieron dueños de la ciudad, no importa si con ellos las espinillas de los peatones sufrieran lo que no habían sufrido los tobillos, o las puertas y parachoques de los coches perdían su lisura y color al pasar inadvertidos en las maniobras de aparcamiento. ¡Menudo bosque metálico que nos había crecido de repente!
En su momento, lo confieso, la maldad me llevó a pensar en que, a lo mejor, el señor alcalde de turno o su concejal de urbanismo, tenía algún amigo o algún hijo dueño de una herrería en apuros; pero no investigué y lo di por bueno muy a mi pesar.
Por el mismo tiempo, el ayuntamiento tomó la decisión de cortar el tráfico rodado entre los arcos del Acueducto, para así preservar a nuestro magnífico monumento de los millones de ondas expansivas que sin duda le estaban envenenando. Y esto, la verdad, me pareció fenomenal, aunque se hiciera sin un plan previo que facilitase la movilidad entrambos lados de nuestro amigo. Solo les faltaba la cuestión de la protección y la distancia que, una vez considerada esta, quizá pensaron que lo de los pivotes de hierro ante semejante magnificencia, no sería lo más apropiado, así que optaron por poner delante del Acueducto y a ambos lados, un par de veintenas de jardineras de madera con sus respectivas plantas, a ver si aquello les quedaba un poco más digno que lo de los pivotes de hierro y las aceras.
Otra vez, lo confieso, la maldad me tiró el anzuelo y de nuevo pensé, si el alcalde o el concejal de urbanismo tendrían un amigo o un hijo dueño de un vivero o un aserradero… Esta vez no me hizo falta investigarlo pues, mira tú por donde, el hijo del alcalde de turno (que era cliente mío), tenía un hermoso vivero en un torrecaballeresco pueblo en las cercanías de la ciudad. Pero ahí lo dejo y que cada cual saque las conclusiones que crea oportunas; las mías son obvias.
Hoy, la ciudad, unos treinta años después, sigue con sus pivotes clavados separando calzadas y aceras, protegiendo fachadas de iglesias, torreones, quioscos, entradas de colegios, bibliotecas, museos, Catedral, Alcázar, aparcamientos subterráneos o de la ORA…, y hasta del mismísimo Acueducto, pues decidieron eliminar las jardineras, no sé si porque hubo cambio de gobierno municipal o porque estas, con las inclemencias del tiempo, se deterioraban con facilidad y su mantenimiento era más costoso que si se clavaban más pivotes metálicos, aunque su visión fuera un poco menos digna cuando observamos nuestro hermoso Acueducto. Lo de las lluvias y los pies mojados, las espinillas amoratadas y las puertas de los coches con algún abollón gratis, sigue igual, andes por la Plaza Mayor, por la Avenida del Acueducto, por Cronista Lecea, por Gobernador Fernández Jiménez o por Domingo de Soto. ¡País! Que diría mi amigo Forjes.
Esta pequeña reflexión que ha intentado reflejar -sin acritud pero con su poquito de pimienta-, una realidad que aún nos persigue, no debería dejar sin cita -por cortesía, por respeto y por reconocimiento-, a ese señor que un día llegó a nuestra ciudad, en la que vivió, casó, fue padre, disfrutó, ensalzó y disfrutó, como él mismo recuerda en cada uno de sus escritos que sobre ella versan. Así pues, con su estelar permiso, quiero hacer homenaje a don José Antonio Flórez Valero, cronista amable de esta preciosa ciudad…, y de sus calles.
P.D: Los pivotes a los pies del Acueducto por su flanco este, ya han pasado a ser de granito, ¡qué alivio! Eso sí, entrelazados con una ristra de eslabones metálicos en forma de cadena.
¡VALE!
*Y para escuchar,
“La Reina de la Noche”
La Flauta Mágica.
W.A. Mozart
