Estas dos palabras, soberbio y vanidoso, ya no se utilizan. Dentro de poco, el diccionario las mantendrá una temporada como arcaísmos y luego quedarán para consultas en la web de la Real Academia. Pero eso no significa que se hayan eliminado la soberbia y la vanidad de nuestras vidas; es más: en estos momentos tienen un protagonismo social indudable. Lo que ha desaparecido es su sentido peyorativo. Lo que antes se consideraba un vicio, hasta un pecado, hoy se fomenta desde la publicidad con un entusiasmo fuera de lo común.
Soberbia y vanidad son dos términos que se llevan bastante mal con la verdad, con el realismo, con el sentido común. Hasta en términos de mercado se decía antes que el mejor negocio del mundo sería comprar a la gente por lo que realmente vale y venderla por lo que cree cada uno que es su precio. Las plusvalías que generaría este mercado universal serían enormes hasta con los humildes: ¡no te digo con el personal corriente que circula por los múltiples y variadísimos circuitos del famoseo!
Vanidosos y soberbios no son lo mismo. Me lo repetía un catedrático de semiótica con buen humor referido a él mismo y a su sentida superioridad: ¡yo soy vanidoso Julio, no soberbio! Y era verdad. El vanidoso dice el diccionario es el que tiene vanidad y la muestra. Lo primero (tener vanidad) puede ser inevitable, pero lo segundo (mostrarla) es lo que sitúa de lleno en el defecto: porque es un defecto, sí. Primero, por lo que tiene de arrogancia y presunción. Luego por lo que comporta de inútil e insustancial. Podrá argüirse que el vanidoso no hace mal a nadie salvo a él, porque queda en ridículo habitualmente; pero la verdad siempre se resiente en sus labios, porque habitualmente supera la exageración: y mentir es malo y está mal, para que no haya dudas ¡A los semióticos se les puede perdonar porque se quedan en el discurso!
El vanidoso busca que le alaben ante los demás, pero le falta paciencia. Es inquieto y si ve que pasa el tiempo y nadie del grupo en el que se encuentra reconoce y expone en público su excelencia no se puede contener y busca el modo de hacerlo, de rellenar ese incómodo (para él) y silencioso vacío. Si es inteligente puede hacerlo de modo sibilino y conducir la conversación hasta que la enumeración de las más importantes de sus cualidades sea contrastable con el contexto coloquial que ha creado. Pero no se contiene… y deja caer la catarata de sus realizaciones —casi todas ignoradas injustamente por la concurrencia a su parecer— sin dar opción a que otro las inicie. En fin, el vanidoso habla de sí mismo: él es su propia conversación.
Mientras el vanidoso se controla hasta cierto punto y actúa intentando disfrazar sus actos de naturalidad fingida, envuelta muchas veces en ironía; el soberbio se deja llevar de la altivez y suele ser excesivo en todo
El soberbio según el diccionario es altivo y arrogante. Tiene soberbia, pero sobre todo, se deja llevar de ella. Mientras el vanidoso se controla hasta cierto punto y actúa intentando disfrazar sus actos de naturalidad fingida, envuelta muchas veces en ironía; el soberbio se deja llevar de la altivez y suele ser excesivo en todo.
El soberbio, habitualmente, se pasa. Y se pasa mucho. No tiene sentido de la medida, mejor: ¡él, la autoexcelencia que se atribuye es su único metro de platino iridiado! Es desagradable, pero su comportamiento tiene lógica: porque lo importante para él no es que se reconozca una de sus cualidades, sino que quede clara su superioridad frente a alguien o frente a cuantos más, mejor. Quizá por eso entre las acepciones de soberbio se encuentra también la de quien actúa con “cólera e ira expresadas con acciones descompuestas o palabras altivas e injuriosas”.
Este tipo de personas, cuando fracasan en sus propósitos y la gente escoge a otros, inferiores a él en grandeza, se mire por donde se mire, deciden abandonarnos a nuestra suerte o echarnos la bronca por no poderlos soportar. Cualquier cosa menos reconocer que en algo se habrán equivocado. Son los que declaran que aunque volvieran a nacer no rectificarían ni un ápice su conducta, porque incluso si se hubieran equivocado alguna vez, siempre serían mejores que el resto de la humanidad y por lo tanto preferibles.
En la vida normal el soberbio se aleja de las exageraciones que impone la vida pública en cualquier orden (político, de riqueza, económico, empresarial, organizativo, artístico, etc.) Hay también una soberbia de ‘andar por casa’, de saberse el mejor de su corral, y de actuar en correspondencia. Andan exigiendo la alabanza ajena a su inteligencia o su fuerza, siempre en un nivel mayor al que consiguen en la práctica, aunque sea en los concursos de mus o de pulso de muñeca en el bar de su esquina. Sus excesos siempre los pagan los más próximos.
Me decía el director de un periódico, amigo mío y antiguo alumno, que un profesor de su colegio les comentaba que el negarse a aceptar alabanzas en público era un modo de soberbia; porque el interesado buscaba en el fondo una mayor insistencia en que se resaltaran sus cualidades. Tiene gracia porque me lo comentó tras negarme yo a aceptar un cumplido y después de haber hablado de un conocido común que se apresuraba tanto a hablar de él que no nos daba tiempo nunca a alabarle. ¡Qué complicados somos los humanos!
