A veces torna el bosque su verde juvenil y brillante en casi negro turbador. Ennegrecido por la sombra de un bosquete de tejos apesadumbrados, la noche se adueña del día eterno que suele acompañar el paseo de quién suscribe. La hojarasca se vuelve pegajosa y los helechos, abrazados de raíz, perpetran una suerte de muro infranqueable y meloso, capaz de hacer desistir al más tenaz de los peregrinos. Los pinos, contagiados por tan malos sentimientos, entrecruzan las ramas bajas empujando al que camina hacia veredas perdidas. Hace siglos embutidos en trochas descartadas por todo animal que se precie de rumiar, esos oscuros caminos del bosque atormentado dejan tan sutil memoria del paso que resulta casi imposible no perder el tranco al cruzar aquel roquedal o pasar entre la sombra de un acebo revirado hacia la humedad infecta. Es en ese momento que sientes el dulzor cainita del agua podrida entre miles de maderos ínfimos caídos en lenta maceración a la sombra de un negro hálito que tanto nos ha de perturbar.
Supongo que todos los bosques guardan parte de su mala sombra en algún recoveco infame. Cansados de la indiferencia de quienes por allí trasiegan, del destrozo impertinente al que son sometidas día sí y año también, las florestas salvajes acaban por concentrar toda esa mala baba en un recóndito lugar y esperan pacientemente a que algún incauto ponga el pie o el casco, la pezuña o la barriga en semejante espacio preñado de maldad.
Es por ello por lo que uno debe andarse con ojo en según qué partes del pinar.
No me cabe la menor duda de que algo de aquello subyace a la sombra del pinar en el vallejuelo de Camalaliebre. Ensombrecido el paso entre los pinos por un millar de helechos conchabados, el caminar se vuelve lento por las lomas que dejan a la espalda la mesetilla del Cojón de Pacheco. Subiendo hacia la senda que ha de llevarte hacia la vieja fuente perdida del Charco de la Rana, la pendiente se vuelve hondonada y ésta, prendida de humedad eterna, dibuja unos humedales siniestros, donde nadie con dos dedos de frente trata de aventurarse. Es cierto que, si andas atento, puedes ver algún joven corzo inexperto acercar el hocico hacia esos cervunales frescos que nacen en los traicioneros cepellones. Aquellos, encantados de chapotear las raíces en el agua incierta que mana de las entrañas del monte, dan esa sensación de falsa tranquilidad que todos en algún momento hemos sentido en este vivir inconstante. Cepellón y agua, tierra, barro y pequeño roquedal, alimentados por un agua oscura nacida en el corazón de la tierra, claman por incautos empeñados en cruzar la negrura sin fin de las tollas de Camalaliebre.
Y no crean que no está uno avisado de lo que allí pueda ocurrir. Hace más de medio siglo cayó en las fauces del entollado uno de los potros que acompañaban al Tío Navacerrada en su gabarreo vital. Distraído aquel entre ese ramón y aquella vara caída del tetón que fuera, el pasado vecino no se percató de lo cerca que andaba de la tolla del Pino de las Ramas Largas. Estrecha y profunda como la negrura atesorada, la tolla andaba esperando aquel fatídico día por un paso mal dado que alimentara su maldad. Acostada entre siete pinos chaparros y retorcidos, la tolla burbujeaba por una inmensidad de agua embarrada y consumida en eterna frustración. El potro del Tío Navacerrada, joven e incauto, dio el mal paso tras ese verdor cristalino con que anima el corazón del entollado a caer en sus fauces.
Verde e intenso, fresco y aromático, la praderita condenada siempre canta esa estrofa tan hermosa que una vez aprendiera de las condenadas sirenas que tanto amara Odiseo. Fue dar cuatro pasos y caer en el barrizal incontrolable para nunca más salir. Poco pudo hacer el Tío Navacerrada al percatarse de la desgracia. Sacar la herramienta como pudo, soga, silla y rezar para que el potro tocara fondo en el corazón negro de la tolla del Pino de las Ramas Largas. Como comprenderán, allí finó el potro, dejando que aquella tolla alimentara los frecuentes níscalos con los entresijos del potro insensato del Tío Navacerrada. Al menos, creo yo, es lo que piensa mi amigo, Eusebio Martín Merino, quién se cuida mucho de poner pie alguno en las cercanías de tumba tan falaz.
Y este que suscribe, paseando hace una semana la linde traicionera de aquel humedal a la zaga de mi Compadre, el Sr. Bellette, e India, la Border Collie que nos trajo
Jorge Rodríguez de regalo, no le quitó el ojo a tan negro corazón de un bosque hastiado de indiferencia. Rodeando la tumba del pobre potro del Tío Navacerrada, no dejaba uno de pensar en este país tan hermoso que hemos ido construyendo los últimos cuarenta y cinco años a costa de pervertir lo que la democracia debería significar. Embarrados en el insulto y la falsedad, en la lucha por un asiento, una consejero, una concejalía o, en definitiva, un privilegio más, hemos consentido que la democracia en la que muchos creyeron poco después de que aquel pobre animal pereciera quedara enfangada en un condenado entollado irreversible. Incapaces de encontrar un prado prístino donde haya espacio suficiente para que convivamos en el respeto a todo aquel que se sume al común caminar, a todo aquel que se quiera sumar al progreso real de una sociedad asimilada e integrada, hemos preferido meternos en el pegajoso barro hasta los corvejones. Desesperados por encontrar una soga donde asirnos que libere las piernas del barrizal, para evitar seguir hundiéndonos en la miseria de un cenagal por todos conocido, balbuceamos en lerdo intento de supervivencia, comprometiendo hasta el último hálito de esperanza por encontrar la bocanada de pura vida existente a unos pocos centímetros del lodazal. Entollados como estamos en este presente poco halagüeño, quizás deberíamos, digo yo, como sociedad avanzada, darnos cuenta de la nava hermosa abierta justo allí mismo, nada más salir de sumidero de intransigencia y estulte avaricia en que nos hemos atorado.
Caminemos, pues, queridos lectores, con paso firme y sentémonos para disfrutar honestamente de la luz del sol tamizada por una plétora de acículas coriáceas destinadas a proteger la dignidad inherente a una democracia bien entendida.
