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En ruta hacia la Venta de Hontoria

por El Adelantado de Segovia
6 de octubre de 2024
en Segovia
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Texto y fotos: Sergio Plaza Cerezo

En clave cervantina, el viajero cuenta lo que vio, lo que escuchó, en la Venta de Hontoria, lugar de Segovia, frecuentado antaño por arrieros, que le recuerda a La Mancha. El objetivo buscado del buen yantar fue cumplido; pero, además, la experiencia gastronómica se vio enriquecida por otras sensaciones y evocaciones.

En un lugar de Segovia de cuyo nombre sí quiero acordarme, existe una venta, como las de antaño. La Venta de Hontoria constituye referencia principal en el pueblo con dicho nombre, antes perteneciente al alfoz y ahora anexado a la ciudad. El recorrido en coche desde esta última es corto; pero se hace un poco largo, dada la aridez del paisaje. Así, cuando llegamos, pienso que, tal vez, nos encontremos en Puerto Lápice. ¿Por qué no? La imaginación vuela.

En el exterior, ya no hay caballerías; pero, encontramos autos mil, augurio de buen yantar, pues tantos clientes no se pueden equivocar a la vez. La expectativa se vería confirmada, desde nuestra primera visita. El edificio, blanco en su totalidad, con rejería propia de tierras meridionales y ventanucos en parte trasera, nos retrotrae a La Mancha, esa región inmensa, oceánica de interior, que de facto tiene inicio entre Pinto y Valdemoro. Como estamos en el estío, hay terraza, con apenas tres mesas, junto a la fachada principal. Y esta imagen me traslada a los pequeños restaurantes que aparecen en las carreteras secundarias de Francia.

Recuerdo un almuerzo, a mediados de los años noventa, en Goizeko Kabi, restaurante vasco enclavado en el Hotel Wellington de Madrid. Aparte de mi familia y yo, solo había un ocupante en otra mesa. Se trataba de Eugenio Domingo, crítico gastronómico muy conocido, autor de “Comer en carretera”, libro “vintage” muy recomendable, aunque muchos de los lugares referidos ya no existan. Los bifes más suculentos los he probado en Argentina; pero, si nos circunscribimos a España, uno de mis mejores recuerdos cárnicos me traslada a un chuletón a la piedra, servido en un bar cualquiera, en ruta, a la altura de cierto pueblo perdido de Teruel.

Cuando entramos, pregunto por la antigüedad del local; y la mujer que regenta el establecimiento me indica: “allí estaban las cuadras para las caballerías de los arrieros”. Ventas y arrieros son términos complementarios, pues ya lo dice el refrán: “arrieritos somos; y en el camino nos encontraremos”. La venta se emplaza en una pequeña encrucijada logística de otros tiempos, a las afueras de Hontoria, allí donde confluye la carretera de Villacastín con los caminos conducentes a Madrona y Perogordo. Toma ya; vaya centralidad rural.

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Tengo antepasados que ejercieron la arriería en Somosierra durante el siglo XVIII, enclave a 1.433 metros de altitud, donde proliferaban los servicios relacionados con transporte, alojamiento y dar de comer. A partir de dicha ventaja comparativa, sus mesoneros de antiguo llegaron a establecerse en municipios diversos, desde Aranda de Duero hasta Ayllón. También tengo raíces, cercanas, en un lugar próximo a Iniesta, localidad señera de la Manchuela conquense. Sus arrieros de otro tiempo han sido sustituidos por los camioneros de hoy en día: como en “El Gatopardo”, todo cambia para seguir igual.

Si hablamos de arrieros, ¿Qué decir de los maragatos? Gentes duras que abrieron el camino para la colonización dieciochesca de la Patagonia. Como traían los productos del mar a la capital de España, si bien ahora se están jubilando, Madrid siempre ha contado con infinidad de pescaderos procedentes de pueblos cercanos a Astorga, como Castrillo de Polvazares, cuyas casas de arrieros incorporan grandes portones para el acceso de los carros. El Grupo Pescaderías Coruñesas, propietario de varios restaurantes madrileños de primera fila, fue fundado por un maragato. El histórico Lhardy, referente histórico de la Villa y Corte, ha sido adquisición reciente. Sus comedores equivalen a un museo; y, en mi opinión, sirven el mejor cocido de España, con ventaja amplia frente a terceros. Para los postres, el suflé Alaska deja un recuerdo imborrable.

Los arrieros también desempeñaban labores propias de mozos de cordel. Según nos cuenta en su libro de memorias, el cura liberal Don Juan Antonio Posse, por el tiempo de la guerra contra los franceses, hizo que un arriero le llevara sus libros desde Villafranca del Bierzo hasta La Coruña, servicio cumplimentado por un maragato que le cobró 380 reales. El clérigo alardeaba de tener una de las mejores bibliotecas privadas dentro del obispado de León.

La familia fundadora de Alsa también desciende de arrieros, ejercientes del oficio en Asturias ya durante el siglo XVIII. Se trata de la firma española más exitosa en China, donde fueron pioneros al establecer rutas de autobuses interurbanos con horarios fijos. A partir de su integración con un grupo británico hace años, se ha forjado la empresa más importante del mundo en este ramo del transporte de pasajeros por carretera.

Por lo que respecta a Segovia, Ángel García Sanz explicó, a las mil maravillas, la relevancia de los arrieros segovianos de Sangarcía en su obra “Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja”; mientras, también se ha escrito mucho sobre el tema en “El Adelantado”. Su poder devino de la posición dominante en el abastecimiento del trigo dirigido a Madrid.

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En la venta de Hontoria ya no hay arrieros; pero las conversaciones sobre desplazamientos parecen frecuentes, tal vez por ubicarse junto a la carretera. “Está recién llegado de un viaje”, pronuncia una muchacha treintañera. Su compañero remata: “busco tradición”; y, tal vez por ello, han elegido este lugar. En otra jornada, un hombre de edad madura lleva la voz cantante frente a otros dos comensales. Desde la obsesión, todo su monólogo gira en torno a los transportes. Usuario frecuente del tren de alta velocidad para desplazarse más allá de Madrid, refiere un gran retraso, cierto día, para alcanzar Atocha desde Chamartín y desplazarse a Valencia. Comenta que, respecto a lo que era, el AVE se ha convertido en “low cost”. Este señor critica también el espíritu funcionarial de los empleados de RENFE. Y de ahí, pasa a hablar sobre AENA y la aviación comercial; sigue, sigue y sigue.

Como la venta de Hontoria, cuya administración rebasa los veinte años de trayectoria, funciona bien, hay un segundo comedor, fruto de ampliación. No obstante, recomiendo el primero, henchido de sabor y encanto. Me gusta que en la factura se indique, junto al número de mesa, nuestra ubicación en el “comedor rústico”. Una pared a base de empedrado; mientras, en la opuesta destacan los ladrillos de estilo mudéjar. La decoración, densa, es propia de museo rural, con aperos de labranza y un yugo muy bonito. En las respuestas particulares del Catastro de Ensenada, recopiladas en tantos pueblos, siempre figuraba algún “aperador”, oficio ya casi extinto. El elenco para disfrute visual del recinto queda completado con objetos diversos, como tres platos cerámicos con imágenes de Nazaré, San Vicente de la Barquera y Santillana del Mar. Referencias a la Montaña, tierra de origen de tantos hidalgos castellanos, como el propio Don Quijote, bautizado por Cervantes con el apellido Quijano.

Hay cuadros con motivos de bodegón; botellas enormes; sopera antigua, cual correlato del samovar de Lardhy; mueblecito para guardar las copas de vino; espejo; una lechera en miniatura, muy coqueta, de La Asturiana. Resultan llamativas las ventanas con cortinas talaveranas, características de los pueblos de Segovia todavía en la década del setenta: austeras, gruesas, funcionales, sin demasiadas concesiones a la estética, aislantes contra calor, frío y moscas. Una ventanita circular, con radios, comunica el primer comedor con el bar. En este último, una rueda de corcho, colgada en la pared, representa el segundo guiño a los carros de los arrieros. El tercero, por fuera, aparece en la fachada principal del edificio.

En la venta, no está la asturiana Mari Tornes, tampoco el vizcaíno peleado con Don Quijote; pero, reloj interno y placa externa exhiben referencia norteña, con publicidad cervecera de Estrella de Galicia. Hay una camarera muy eficiente; viene de Bulgaria, que está más lejos todavía que el Principado o Euskadi. “¿Eres de Pleven?”, pregunto. “De cerca”, me contesta. Casi todos sus compatriotas llegaron a Segovia desde esa zona. Se produjo el típico “efecto llamada”: nuevos inmigrantes venían tras los pasos de los primeros parientes y paisanos establecidos en esta provincia. Lo podemos resumir con un refrán universal: “donde va Vicente, va la gente”. ¿Quién sería el pionero en establecer dicha red migratoria? Un señor al que conozco, cercano a los setenta años, cree saberlo: se trataría de un hombre fallecido en accidente laboral con un tractor –o similar- en un pueblo de la provincia. A pie de obra, en una calle de la ciudad, le pregunto al obrero si también es de Pleven: Su sonrisa es la respuesta. “Mi padre nació allí”, me contesta una joven de dependienta de comercio.

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Le pregunto a Tania por su recuerdo del periodo comunista; y, me comenta que, por lo menos, existía una clase media, ahora desaparecida. Inquiero si había más corrupción antes o en la actualidad. “A todas horas”, responde con efusividad; y recuerda cómo, durante la transición, algunos se apropiaron, incluso, de las fábricas. Según parece, en el régimen anterior casi todos los restaurantes eran públicos. Imagino que Tania entenderá el ruso, antes enseñado en la escuela; y, confirma que así es, puesto que, además, ejercía como maestra en su país.

Ya sabía que muchos búlgaros son trabajadores de la construcción y hortelanos; pero, mi interlocutora añade que también destacan los camioneros en el censo ocupacional. De igual manera, el oficio de repartidor está muy presente, lo cual fortalece el agrupamiento en torno al transporte. Cuando le informo a un conocido sobre mi artículo previo, relativo a Segovia como “Auditown”, me refiere la querencia de los vecinos oriundos del país del Este por los coches de la marca Audi, dato que yo desconocía.

Un nexo hispano-búlgaro se ha establecido de facto entre Segovia y Ejea de los Caballeros, tal vez las dos poblaciones españolas con mayor peso relativo de dicha colectividad eslava. Un joven, llegado a nuestra ciudad con apenas dos años de edad desde la nación balcánica, conoce a gente que se ha marchado desde aquí a la localidad aragonesa. Que importantes resultan asociacionismo y solidaridad mutua para todas las diásporas; siempre fue así.

Un cliente llega al comedor: “he estado ayer en el restaurante de tu hermano”, le dice a la jefa. Pregunto si dicho local también está en Hontoria; pero no es el caso. Cuando la mujer me comenta su condición de natural de Adrados, respondo que estuve allí por turismo genealógico, hace mucho tiempo. El sacristán y su esposa, ancianos, me atendieron con amabilidad. En la búsqueda realizada en el archivo parroquial, apareció un antepasado de hace siglos con apellido casi extinto: Recellado. En otro momento, la buena mujer nos dice: “tienen ustedes costumbre comer muy tarde”. Les agradecemos que nos atiendan a pesar de llegar casi a deshora. Otro punto a favor de esta venta consiste en que, a petición, te ponen una jarra de agua bien cargada de hielo, algo que valoro muchísimo.

Un emprendedor peruano, quien regenta una tienda muy bien surtida de alimentación, almuerza con su mujer e hija. Según cuenta, visita este lugar de vez en cuando. Un camarero veterano le transmite a otro cliente su oriundez de Consuegra de Murera, localidad próxima a Sepúlveda. En ese momento, me acuerdo de un empleado de la EMT madrileña, cuya madre comparte dicho paisanaje. Mantuve alguna conversación dentro del autobús con este conductor de raza. Nuestros acervos viajeros comparten cierto denominador común: haber recorrido Sudáfrica en coche. Las conexiones con el transporte, tan importantes para las antiguas ventas de España, vuelven a escena.

Conversamos con otro interlocutor, segoviano residente en Valladolid. Y resulta que su tío, a quien conocí de niño, vivía con su mujer e hijo en piso alquilado del edificio de mi abuelo. Otro pariente suyo, más lejano, fue amigo de mi padre, cuando ambos realizaban las Milicias Universitarias en el Campamento de Robledo. Además, salen a relucir gentes de Sepúlveda, conocidas por los comensales de ambas mesas. El mundo no es un pañuelo; pero, Segovia, tan chiquita, sí es un pañuelo.

El retoño del señor de Pucela vive en Segovia, pero no quiso avecindarse en la casa familiar, pues carece de plaza de garaje. Otra referencia al transporte; suma y sigue. Los arrieros tenían mulas, mientras que ahora disponemos de automóviles. A raíz de mi último reportaje sobre Auditown, me pregunto si el coche guardado en cochera, condicionante en la elección de vivienda por el sobrino-nieto del antiguo vecino de mis abuelos, también será de la marca con anagrama de aros olímpicos, con tantos como hay en SG, que ya no es cabeza de matrícula.

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Según se entra en la venta, aparece la barra, con estante trasero en el que no faltan varias botellas de Anís la Castellana y Whisky Dyc, cual tributo a la segovianidad. Un cencerro de gran tamaño cuelga del techo, aderezo que enfatiza el encanto de lo rústico. Una vez que lo veo, me acuerdo del que le compré, junto a un yugo procedente de la comarca del Alto Campoo, a un anticuario de etnia gitana en un rastrillo de Santander. “Retretes”, se lee al fondo del salón: no se equivocó aquel muchacho, recién llegado de viaje a lugar lejano, que buscaba “tradición”, con anhelo de almuerzo clásico, castellano, español, en esta venta.

Cuando teníamos el apartamento familiar de Biarritz, constituía un placer desplazarse hasta Hondarribia (Fuenterrabía) para disfrutar de una cena en el restaurante Alameda. Lo regentaban unas hermanas, bastante mayores, quienes siempre venían a la mesa para tomar nota. Recuerdo cómo se accedía al comedor, espacioso, también a través del bar. Ante aquella entrada humilde, sencilla, nadie sospecharía encontrarse en uno de los templos de la cocina vasca. Algo había cambiado la última vez que fuimos: el recinto estaba más elegante. La razón estribaba en la concesión del galardón global más preciado: una estrella Michelin.

De pie, junto a la barra de la Venta de Hontoria, dos parroquianos charlan. “Un español, lo que paga lo come”, dice el primero; frase que me llama atención, digna de apuntar. Su compadre se dirige al camarero: “a ver si arregláis la televisión; que ayer me tuve que ir a casa a escuchar el partido por la radio”; y agrega “ya sabes que te quiero”. ¿Un viaje al pasado?

En realidad, no todo el mundo está obligado a disponer de televisor propio. Recuerdo a un catedrático excéntrico que no lo tenía. El hombre, formado en Alemania y casado con mujer tudesca, carecía del receptor electrónico en cuestión. Por ello, debió ir a casa de un amigo para seguir en directo la retransmisión que más le podía atraer en toda una vida: el momento histórico, junto a la berlinesa Puerta de Brandemburgo, en que Alemania quedaba reunificada. Si no recuerdo mal, al alzarse aquella muga artificial, el profesor, muy joven entonces, se encontraba en aquella metrópoli; y fue testigo del inicio de la partición.

Por fin, llegamos al meollo de la cuestión, tras sucesivas digresiones, pertinentes –o, al menos así lo pienso-: el buen yantar en la Venta de Hontoria. Aunque se ofrece menú del día por el mismo precio medio que rige en numerosos bares-restaurantes de Segovia, preferimos optar por las raciones. El revuelto de morcilla y piñones sobre base de manzana, con presentación que cuida la estética, tal vez sea la estrella entre los platos de la carta que hemos probado hasta el momento. Las croquetas de jamón están exquisitas; mientras, la ración de callos resulta sabrosa, contundente. La tortilla de patata, tipo Betanzos, también nos ha gustado mucho, así como el picadillo. El lomo a la olla es muy natural. En la venta, no hay duelos y quebrantos; pero la sopa castellana está a la altura. En ningún buen restaurante de cocina vasca o castellana, ricas en platos de moje, puede fallar el pan. En el caso que nos ocupa, la hogaza se mastica con deleite. Nos quedan por probar los chipirones.

Un instante se me quedó grabado al almorzar, hace años, en el Mesón El Segoviano, ubicado en la avenida Ciudad de Barcelona de Madrid, fundado por un señor nacido cerca de Sacramenia. Las paredes del comedor principal, con estructura muy peculiar, están pintadas con motivos segovianos en escala de gran tamaño. Fotografías enriquecidas por los autógrafos de clientes famosos –o algo así- completan la decoración de la estancia. Desde algún presidente del Real Madrid, hasta concursantes de la primera edición de Gran Hermano, cuántos dejaron testimonio de su paso. Ciertos oficinistas se encontraban en mesa próxima: uno de ellos vertió la afirmación siguiente: “solo me esperaba un menú del día normal; pero vaya sopa castellana”. En aquella jornada grata, también disfruté de dicho manjar.

¿Cómo nadie nos habló sobre la Venta de Hontoria con anterioridad? Acabamos de descubrirla apenas este verano. La relación calidad-precio es muy satisfactoria; y recomiendo la visita con rango de “imprescindible, imperdible”, tanto para segovianos como foráneos dispuestos a disfrutar de esta versión genuina de la comida casera de toda la vida, ahora amenazada por la globalización. En materia de ambientación, sus comedores siempre están muy animados; mientras, el personal atiende con gracia y esmero. Además, el autobús para casi a la puerta.

¿Se puede pedir más? Sí; una cosa. Deben editar una tarjeta de visita, con el anagrama de la venta. El conjunto transmite buena vibra.

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