El invierno tiene fama de cruel. Encierra en casa con frío y oscuridad, obliga a capas de ropa y acrecienta la factura de la luz. A veces engaña, como en los días de sol y hielo en los que no se corresponde lo que se ve con lo que se siente. El invierno castellano juega al despiste y al contrate: nos obliga a escondernos bajo los abrigos y, mientras, descubre la desnudez de los árboles.
Merece la pena detenerse a contemplar las ramas descobijas de árboles y arbustos. Al principio todas las ramas parecen iguales, pero observando se distinguen su consistencia, su caída y postura, sus colores y tonos o sus peculiaridades únicas. Cuanto más se miran más enseñan: a los plátanos de sombra parece que se les resbale la corteza cual prenda que no acaba de ajustar, los avellanos sorprenden con sus flores que recuerdan cadenetas de una fiesta a la que no hemos sido invitados, mientras que los endrinos se clavan en la vista con sus grisáceas y espinosas ramas. Y es que cuando la mirada transciende la simple categoría de árbol o arbusto, se enriquece, pues –aun sin saber el nombre– se conoce la diferencia.
Además, la mirada que se posa en una rama se vuelve pajarera: salta de rama en rama hasta lo alto o trepa por el tronco acariciando la corteza… y descubre. Descubre nidos vacíos –grandes, pequeños, longevos o deteriorados– que esperan ser hogar en primavera; descubre extraños frutos latentes que son gorriones hinchados separando sus plumas; descubre las correspondencias entre aves y árboles y descubre cómo los brotes se van gestando en invierno cuando parecía que la vida se había paralizado.
¿Quién iba a pensar que el invierno fuera tan revelador? ¿Qué la supuesta época de carencia y privaciones mostrara lo que habitualmente tapan las voluptuosas hojas y flores que embriagan la mirada? Y pensándolo, en la vida, en la historia, ocurre lo mismo, hay momentos desnudos y fríos que permiten ver más allá. Son momentos en los que hay que detenerse –que no irse– en las ramas.
