¡Uy! Perdón… ¿le he asustado? ¿Cree que he emprendido el camino de Damasco y he caído del caballo, deslumbrado por la luz cegadora del Único? Tranquilo. Relájese. No me he pasado al bando de los aduladores irredentos de Sánchez. Simplemente me propongo un ejercicio de coherencia: ajustar mi discurso a lo que predico.
Desde que Pedro Sánchez y su pequeña camarilla iniciaron el asalto a la secretaría general del PSOE y, más tarde, a la presidencia del Gobierno, no han faltado ataques directos desde todos los frentes: desde el mal llamado fuego amigo hasta la artillería pesada del adversario declarado. Yo mismo confieso haber rozado alguna vez, aunque solo ligeramente, la falta de respeto, empujado por la ironía que tanto me divierte… y que quizá, en algunos casos, debería contener.
Y, sin embargo, no me parece bien recurrir a lo personal. Por dos motivos muy simples: primero, porque es de mala educación; segundo, porque no hace ninguna falta. Un crochet a la mandíbula rara vez es signo de fortaleza argumental y no suele ser un buen punto de partida para convencer a nadie de que, en otras filas, hay algo mejor que ofrecer.
La hemeroteca se ha llenado de etiquetas alusivas al carácter del presidente: frialdad, indolencia, manipulación, ausencia de empatía, narcisismo o mentira. Algunos van más allá y, en el extremo, le atribuyen síndromes como el de Hubris o el de Procusto. Todos coinciden en dibujar una misma estampa moral: cálculo constante, prioridad absoluta por la supervivencia política y desprecio por el coste moral o institucional que ello acarrea.
No hace falta llamar trastorno a lo que basta describir como conducta, ni invocar el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales para explicar un modo de ejercer el poder que se revela por sí solo. Insistir en el agravio personal no ha servido para ampliar mayorías ni para seducir a nuevos votantes. Se ha alcanzado el límite de esa estrategia y ni siquiera funciona como defensa frente a los insultos recibidos a cambio.
El ruido que cohesiona a los convencidos rara vez suma a los indecisos. Competir con profesionales entrenados en ese terreno, como Óscar Puente, es imposible. Tan solo se ahonda en la polarización y se riega el terreno en el que los populismos hunden sus raíces. Aquel “me gusta la fruta”, dicho entre dientes, tuvo su gracia, no lo niego, pero quizá haya llegado el momento de quitarle a Sánchez su mejor arma: el victimismo.
Abandonemos el ataque ad hominem como eje del discurso y empecemos a ofrecer lo que verdaderamente cambia las mayorías: moderación, hechos, gestión y horizonte. Apelemos menos al personaje y más a la vida real de la gente. Hay que mirar adelante, no al de enfrente; propongamos futuro.
Algunas propuestas empiezan a marcar una diferencia apreciable y demuestran que gobernar no es manipular la narrativa, sino organizar la vida de la gente. Cuando se habla de políticas orientadas a que una comunidad sea un buen lugar para vivir, trabajar, formar una familia, emprender o envejecer con dignidad, el debate abandona el barro y pisa suelo firme. Menos titulares, más gestión; menos epítetos, más escuelas, hospitales y carreteras. Que cada ciudadano sienta que vive, no que asiste a un espectáculo. Ese es el camino.
Parafraseando a Mariano Rajoy, hay que dignificar la política, eliminar estigmas y dedicarse a la política de las cosas, en lugar de ocuparse de las cosas de la política. El ejemplo de Castilla y León, que aspira a convertirse en una de las mejores comunidades para vivir, con un discurso centrado en servicios, estabilidad y convivencia sin adjetivos excluyentes, apunta en esa dirección: menos épica y más normalidad; menos relato y más resultados; menos ruido y más nueces.
