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Empresas y funcionarios

por Julio Montero
14 de octubre de 2020
en Tribuna
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Es frecuente escuchar expresiones que, no sé por qué exactamente, se dan por rigurosamente ciertas sin pedir más explicaciones y sobre todo sin hacer más averiguaciones: como si más que la experiencia, fuera la historia acumulada la que las diera validez. Una de ellas es “esto no ocurre en la empresa privada”. Se enuncia como principio fundamental cada vez que algún funcionario no cumple su deber, o lo cumple y fastidia al interesado. Es un dar a entender que la empresa privada es más exigente con sus gentes, que por eso trabajan mejor, y que no se toleran, sobre todo, vagancias.

Pero a poca experiencia directa que se tenga, la comprobación de que el cielo de la meritocracia no está tan cerca de las empresas es una realidad incuestionable y además en todos sus niveles.

Lo que sí se comprueba fácilmente, y en contra de la lógica del dicho que se comenta, es que donde más se respeta a los que trabajan “que están por debajo” en el organigrama de la administración es entre funcionarios. No sé si será el miedo a la acción sindical, a quedar mal porque les califiquen de prepotentes, o simplemente porque se entiende que todos forman parte de una misma institución (algo que supera el simple y clásico espíritu de cuerpo) y todos son necesarios. Es verdad que la asignación rígida de tareas facilita igualmente ese notar la necesidad de los cuerpos administrativos de rango más básico; pero es una realidad ese respeto también en manifestaciones externas.

Suele achacarse a ese modo de hacer una enorme inoperancia y es entonces cuando se levanta el mito de la eficacia de la empresa privada que basaría esta en una competencia libre en la que los talentos y la dedicación construirían la pirámide de éxito y la escala de mando y autoridad en la compañía.

Es sencillamente un mito. Basta echar un vistazo a unos cuantos organigramas para ver relaciones familiares y amistosas en diversos niveles y grados por los cargos medios y altos. No todas desde luego: alguien tiene que sacar el trabajo adelante. Pero tampoco es cierto que los fracasos sonoros se paguen con despidos o condenas. No sé qué cargo ejecutivo firmó el desastroso contrato para Telefónica con Blas Herrero y su cadena de emisoras de radio, pero seguro que es ahora Ceo de alguna importante compañía. He visto también a serios y brillantes ejecutivos meter la pata en una proporción semejante y siguen tan felices en sus puestos o mejores.

Si se refiere al respeto a los “de abajo” los modos de decir delatan a veces lo que importa su dignidad: un “contrata más egipcios”, sitúa a esos empleados en la mente de su futuro jefe al nivel de los esclavos (o no) que construyeron las pirámides.

Probablemente no haya ninguna institución en el llamado mundo democrático más autoritaria que una empresa privada. Los jefes, mientras duran, pueden hacer en el mundo bajo su mando literalmente lo que quieran: sus únicos límites son las inspecciones de Hacienda y las del ministerio de trabajo. Y lo hacen. Ese modo de funcionar tiene éxito en algunas ocasiones… y en otras no.

En esto del éxito hay que reconocer que la administración pública gana por goleada. No solo porque aún se mantiene y cumple sus fines en términos generales, aunque haya retrasos. Podría decirse que tantos (o menos) que cualquier compañía de telecos. Más aún, algunas de las empresas más sólidas de España construyeron su grandeza como monopolios estatales que se organizaron al “modo funcionarial”.

En fin, lo único claro es que las personas capaces y honradas se reparten casi en igual proporción entre las instituciones públicas (del estado y de las autonomías y de los ayuntamientos) y las empresas privadas y en todos sus niveles. Solo para los altos funcionarios suele resultar atractivo el paso al sector privado. No solo por el dinero (que siempre cuenta como factor principal), sino por las posibilidades de poner en marcha iniciativas que quedan fuera de sus posibilidades en la administración pública. Los motivos de esto último son tan variados como los que impiden a empleados capaces mejorar en sus compañías: jefes vampiros que se apuntan sus éxitos; empeño en que nuevas iniciativas no dejen aparcados a los superiores; envidias normales (que consiste en desear, y si se puede lograr, el mal ajeno), etc. Luego ya está el universo de las patologías: también en este hay reparto proporcional que no distingue entre público y privado.

Hoy he leído lo que unas amigas han recogido en un libro. Es del siglo XVI, de Juan de la Encina: “Tinieblas de gran olvido / no perturbando mi fama, / aún podría ser querido / amarme quien me desama.” Se escribieron pensado en el paraíso de los poetas. Ahora es esperanza (si lo llegan a leer) para los altos directivos despedidos de sus empresas.

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