Cierta extrañeza recorrió el Patio de la casa de Andrés Laguna el pasado domingo cuando Emilio Pascual decidió no subir al escenario sino quedarse delante de él. Este hecho obligó a los que estaban colocados en la parte trasera a estira y torcer el cuello por miedo a no ver bien o a no escuchar adecuadamente. Se escuchó y se vio. Y este gesto tan inesperado aumentó la intimidad de una sesión ya por sí muy familiar, porque Emilio Pascual llevó al público a su pueblo, Tejares, pueblo segoviano situado en la carretera que va Aranda de Duero conocido por muchos o, al menos, reconocido como similar al propio de cada cual.
Pascual, más conocido por su labor como escritor y editor, confesó -puede que en busca de la benevolencia del auditorio- haber preparado treinta y dos folios hablando de su pueblo, aunque lo había reducido por mandato del director del festival, Ignacio Sanz. El caso es que, habiendo estructurado la contada a través de un glosario de palabras con la que relacionar los recuerdos infantiles en el pueblo, apenas llegó a la ‘F’ de fiesta, pues, pese a que había empezado con buen ritmo, al llegar a la ‘C’ eran tantas las referencia (‘cojo’, ‘confiteros’, ‘cura”, ‘cine’) que el plan inicial se desbarató y solo pudo ir dando saltos y haciendo referencias a otras letras en virtud de lo que contaba. Y es que es muy difícil contar veintisiete historias, por breves que sean, en una hora, especialmente cuando acecha “la trampa de las cerezas”, esa que consiste en cómo una historia siempre trae enredada otra y esta, a su vez, remite a otro acaecido. Tal vez por esta estructura alfabética las historias, anécdotas, ocurrencias y recuerdos se iban esbozando y, en ocasiones, explicando, con lo que se tuvo un cuadro vívido y bastante detallado de la vida a mediados del siglo XX en un pueblo castellano, pero adoleciendo, en general, de falta de desarrollo de los aspectos más narrativos. Tres fueron los ejes en los que se podrían agrupar todo lo contado por Emilio Pascual: la familia, la escuela con la fascinación por la lectura y, por último, aquello relacionado con el cura. Personaje que podría haber estructurado por sí solo gran parte de la sesión por lo insólito de su persona y acciones – “mucho cura para un pueblo” tal y como repitió varias veces el narrador-, aunque también podría haber funcionado muy bien el eje del amor por la lectura, las historias y las palabras dado su implicación personal.
Precisamente, contar todo desde lo personal es la gran baza de Emilio Pascual, pues la sincera fascinación que transmite al contar lo que cree que debe ser contado se manifiesta en una mirada que parece atrapar a quien escucha y se apoya en esa cadencia suya que abraza aun a riesgo de que a veces puede resultar monótona por la falta de cambios de ritmo. Y, sin embargo, siempre merece la pena escuchar a este segoviano enamorado de El Quijote, porque transmite con facilidad su amor por las historias, especialmente por este libro que parece acompañarlo siempre y sobre el cual se ofreció a hablar y a resolver cualquier duda al acabar su actuación.
Y así, el XXIIII Festival de Narradores orales de Segovia cerró una edición que quizás podría haber tenido una estructura diferente, de manera que no hubiesen coincidido en el fin de semana dos narradores de características semejantes, pues una de las grandes ventajas de un festival de siete días es que permite disfrutar muy diversos estilos y técnicas de narración. También esta edición se vio ensordecida en algunos momentos de algunas noches por el ruido exterior, algo que habrá que prever para la próxima que, además, será la vigésima quinta, es decir, las bodas de plata de uno de los acontecimientos más esperados de año en la ciudad y uno de los festivales más respetados, gracias a la gran labor de Ignacio Sanz, en el circuito de la narración oral tanto en España como fuera de ella.
