Huyendo del sol, lagartija de al revés, cabe la sombra alargada y generosa de la Casa de Oficios, dirijo la mirada a los gigantes que residen en la Plaza de España en porfía con La Colegiata. Ya quisiera para mí otros gigantes en la demás España. Echo al ver una masa negra. No. ¿Que mi haya es una masa informe de hojas tristes como las que quedan después de que florezcan los cerezos japoneses?
Acudo a la sombra del haya, donde queda el recuerdo de su otoño de oro y las poderosas posaderas de su tronco añoso. Desde allí veo pasar a turistas ignorantes que corren como locos hacia las fuentes, hacia el palacio. Así es: el bosque no les deja ver el árbol. Bajo el árbol, su ilustrísima el haya, rindo pleitesía yo, departiendo con mi novia sobre la indiferencia y la ingratitud de las almas.
Cuando de repente, en la vuelta que damos al concluir el perímetro sombreado, se nos aparecen las hojas del haya, de esta misma haya, en este mismo momento caluroso como el del romance, con todo su esplendor rojo, amarillo. Igual da que mires a una o a otra. Todas las hojas del haya refrendan sus vivos colores con tal de que las enfrentes a la sencilla prueba del trasluz. Incluso los frutos, camino del hayuco, encienden los pelillos que coronan sus cápsulas en ese contraluz.
Ay, el haya. Tantos años viendo un árbol verde. Por no preguntar, por no leer, por no saber leer, por no mirar. Fagus sylvatica “Atroporpurea”. Consorte viuda de la que murió al lado. Los exuberantes verdes del haya que florece contigua, pálidos parecen frente al carmesí dorado que regalan las hojas de esta haya roja.
El haya muerta, ya cadáver, me acogía en forma de pupitre mientras don Ramón Mínguez Luengo, uno de mis queridos maestros, leía, explicaba, cantaba. Si repartía improperios o capones tampoco ofrecía refugio, pero, humillada la cerviz frente al tablero, eran más visibles las rayitas de sus vetas.

El haya muerta, ya cadáver, repartida en trozos duros y musicales, alcanza la dignidad de caja china. Delicada por su sonido, perenne por su genética. Enfrentada al furor y rebullir de los alumnos, resiste la batalla del volumen mientras se prodiga en ritmos.
Las hayas me llevan por los caminos de España: Sierra de Urbasa, Faedo de Ciñera, hayedo del Moncayo, hayedo de Montejo, hayedo de La Pedrosa, hayedo de la Tejera Negra, Selva de Irati. Y todavía me faltan: Ordesa, Altube, Frageda de la Revolosa… Ni el presupuesto ni la edad me harán desfallecer. Mientras, en este resumen de España que se llama plaza, aquí, al lado de mi casa, en el Real Sitio de La Granja de San Ildefonso, florece mi, tu, su, ¡nuestra! haya: uno de los ejemplares más maravillosos o, a la moderna, más singulares y emblemáticos. Hayas vistosas de portes variados se reparten aleatoriamente por la propia Plaza de España y por dentro de los jardines, quién sabe si con ansias de emulación.
Amigo. El haya roja de la Plaza de España, tan exuberante, tan grande, tan anciana, por eso y por muchas cosas más… la espero cada otoño, le doy mil vueltas, hasta que la despido con las primeras nieves. Hoy, primavera ya casi cumplida, me regala colores nuevos, tras el trampantojo negro. Otra fiesta.
Perra con el haya. Sí. Estoy enamorado.
