Llega Carnaval, esa fiesta de locos -inventada por los romanos, adoptada por los cristianos y reciclada por los “ciberciudadanos” del siglo XXI- que vuelve el mundo del revés. Este año el Carnaval arrastra más días de puente en el calendario escolar pertinente y celebra más actividades en nuestro municipio.
Es curioso que pese a lo que gusta disfrazarse en estas calles, tal y como atestiguan las fotos de las fiestas populares, Halloween y las despedidas de solteros y solteras, el Carnaval suele ser un poco frío. Y eso que es el periodo que permite la alteración “natural” de nuestras vidas, el momento en el que cada cual puede ajustarse una máscara cualquiera y vivir –por un rato- otra vida. O a la inversa: dejar al descubierto la verdadera cara y la revuelta cabellera que día a día se oculta por cuestiones personales o sociales. Tradicionalmente esta fiesta siempre fue el tiempo de lo prohibido, de lo contrario, de la duda, de la ambigüedad y del “puede que…”
Puede que no sea tan necesario el Carnaval en estos tiempos como en otros anteriores. Puede que en nuestros días la ambigüedad esté mucho más enredada en la realidad de lo que creemos. Puede que ya utilicemos diariamente otras máscaras menos palpables, pero más consistentes que las de plástico, tela o cartón. Otras máscaras que nos ocultan y nos consienten hacer lo que no haríamos bajo la propia responsabilidad. Máscaras como los grupos que anulan el juicio personal o máscaras como la pantalla digital que evita el enfrentamiento directo. Máscaras, que al fin y al cabo, permiten desviar la mirada de la herida que se inflige.
