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El herrero pequeño

por Redacción
19 de julio de 2015
“El Herrerillo”

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El dominio del fuego concedió al herrero una consideración similar a la del chamán. Y aunque desvestido después de esa aureola sagrada heredada desde la prehistoria final, continuó sin embargo hasta tiempos recientes ocupando un lugar preeminente en las pequeñas comunidades rurales, al ser precisamente él quien elaboraba las herramientas necesarias para la tarea en el campo. Todo pueblo que se preciara debía tener herreros. Cuantos más sumara, más destacado era el lugar.

A inicios del siglo XX, en Valdesimonte trabajaban dos. Uno, corpulento, fue apodado “el Herrerón”. Al segundo, un hombre menudo de nombre Esteban, se le empezó a llamar, por contraposición al primero, “el Herrerillo”. Un hijo de éste último, Pedro, también herrero, queriendo ampliar su conocimiento del oficio, decidió ir a Sepúlveda, donde ejercía uno de gran fama. Con él mejoró sus habilidades, y cuando la parca se llevó al maestro, coincidiendo con la gripe de 1918, Pedro se estableció de forma definitiva en la villa, en la fragua de su guía.

En esa misma herrería prácticamente se crió el hoy octogenario Ángel de Antonio Jaramillo, conocido por todos los sepulvedanos como “el Herrerillo”, quien sigue conservando el taller incólume, tal y como lo recibió y mantuvo hasta 1998, año en que decidió que le había llegado la hora de cesar en el oficio de sus ancestros. Su fragua es un auténtico museo, donde él ejerce con soltura de cicerone. Habla de cómo funcionaba el viejo fuelle, hace una pequeña demostración del manejo de una pieza de metal sobre el yunque y explica a continuación la función que desempeñaba la pila con agua, para templar los útiles al rojo vivo.

El reloj se paró hace muchos años en esta herrería, y su dueño no tiene interés en ponerlo en hora. Construida aprovechando un desnivel del peñón sepulvedano, su interior está ennegrecido por el humo. Una pátina de ese color ha cubierto todo el taller: el suelo —de tierra—, las vigas de madera, incluso la roca. Llama especialmente la atención la piedra natural, a la que los herreros precedentes a Ángel cincelaron con la intención de formar canales rupestres. Por ellos se desliza el agua de lluvia que se filtra a la fragua, aprovechando los recovecos de la peña, hasta morir en la pila.

A esa herrería iba cada amanecer Pedro, para cargar su carro e ir después a vender. A Riaza, a Cantalejo, a Pedraza, a San Pedro de Gaíllos… Cada día de la semana había mercado en un pueblo del contorno, así que ese era el punto de destino. Y le acompañaba su hijo Ángel o su hija Ascensión. A veces los dos. “Llevábamos género de todo tipo”, recuerda el primero. Se demandaban balcones, rejas para el arado romano, cuchillos, podones, fallebas, bocallaves, mangos para sartenes, hachas, clavos… Al final del día recogían el puesto y volvían a Sepúlveda, casi siempre con algún encargo para entregar a la semana siguiente. A Ángel no se le olvida el miedo que pasó una vez, al poco de comenzar la Guerra Civil, cuando, ya de regreso a casa, su padre paró en una taberna de Cantalejo, a comprar una cuartilla de vino. De improviso apareció en el cielo un avión ‘Negus’, tiró una bomba y mató a dos mujeres de Aldeonsancho. “Nuestro caballo se asustó y echó a correr; y no paró hasta llegar a la Plaza de Cantalejo”, rememora.

Aunque Sepúlveda no padeció grandes carencias durante la Guerra Civil (“lo único que no se pudo comer aquí fue arroz y lentejas”, asegura), la posguerra resultó penosa. Los herreros se encontraron con mil dificultades para conseguir materia prima. Así que Pedro no tuvo otro remedio que viajar una vez al mes a Madrid, al Rastro, para comprar hierro viejo, casi siempre procedente de derribos. “Mi padre lo rehacía después en su fragua de Sepúlveda, para rejas de ventanas, balcones…”, señala Ángel. El combustible, carbón de brezo, lo adquiría en los pueblos serranos cercanos, como Cerezo de Arriba, Riaza o Riofrío de Riaza.

Con el paso de los años, la situación económica fue mejorando. Y cambió el negocio. La familia decidió seguir trabajando en la fragua, pero al mismo tiempo abrió un comercio, primero en su propia casa, en la Plaza de los Gorrinos, y después en un extremo de la Plaza de Sepúlveda. “Entonces los artículos de ferretería se vendían una burrada; se hacían muchas casas en los pueblos, y venían a comprarnos puntas, pernios…”, relata Ángel. En 1957, el negocio dio un gran salto adelante con la adquisición de una vieja camioneta. Así, los viajes a los mercados de los pueblos se hicieron de forma más sencilla y rápida, lo que permitía a Pedro y a su hijo Ángel regresar pronto a casa y, después de comer, ir un rato a la fragua, a preparar los pedidos. “A mi padre —salta Ángel— lo que mejor se le daba era hacer hachas”. Con la luz solar o, si era invierno, con la de una bombilla, la fragua continuaba funcionando…

Pero el negocio no fue ajeno a la transformación vivida en España a partir de los años 60. Y poco a poco, la tienda hubo de adaptarse a la nueva situación, si bien Ángel siempre quiso mantener viva la fragua, incluso después de la muerte de su padre, en 1972. Pero en vista de que la demanda de género elaborado en la herrería caía, Ángel apostó por ampliar la ferretería, dejando cada vez más espacio para los artículos turísticos. En 1998 echó el cierre definitivo a la fragua, aunque la sigue cuidando como oro en paño.

Hoy, “el Herrerillo”, insignia del pintoresquismo sepulvedano, pervive en el centro de la villa, ofreciendo “todo tipo de productos de ferretería” a sus vecinos, y artesanía —sobre todo, cacharros de barro— a los visitantes. Desde su humilde tienda en la calle Sancho García, Ángel ha sido un espectador de privilegio de lo acontecido en Sepúlveda en la segunda mitad del siglo XX. “Todo ha cambiado. Antes, San Pedro era un día grande de mercado en Sepúlveda; venían agosteros a buscar trabajo, nosotros no parábamos de vender hoces, y los carniceros se hinchaban a asar cordero; ahora, en los pueblos ya no queda casi nadie, solo cuatro viejos que ya no gastamos”, cuenta.

¿Y la fragua? “Ahí está; mientras yo viva quiero conservarla; después, que hagan lo que quieran”, dice, haciendo oscilar su mano derecha, a la espera de que el inexorable tiempo decida sobre su incierto futuro.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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