Coppola ha estrenado Megalópolis en el Festival de Cannes, un momento culminante de la gran cita del séptimo arte. A la espera del estreno en España de lo que parece el adiós de realizador italoamericano, crítica y público han evocado la puesta de largo de una de las grandísimas películas del mismo director, La Conversación, en ese mismo Festival hace ahora cincuenta años.
Coppola sitúa la semilla de La Conversación en un reportaje en la revista Life a mediados de los años sesenta sobre Irving Kershner. Este hombre divulga la invención de micrófonos capaces de captar el diálogo de dos personas en medio de una multitud. Funcionan de forma selectiva y operan de modo idéntico a un arma que apunta hacia su objetivo por el visor. El realizador italoamericano se queda con la copla y centra su guion en la intimidad y la vida emocional de las personas, con un trasfondo psicológico que ilumina las raíces de los conflictos sociales y políticos. Escribe el texto durante la primavera y el verano de 1973 en España. El director Antonio Isasi-Isasmedi (1927-2017) contribuye de alguna manera al texto: “Le busqué un sitio tranquilo, una habitación de hotel, en Lloret de Mar, en Costa Brava, donde escribió el guion”.
Acumula documentación, se entrevista con expertos en vigilancia y escribe a finales de 1966, al terminar Ya Eres Un Gran Chico. El azar conspira para que pocos años más tarde todo el mundo señale la similitud de la trama con Watergate, el mayor escándalo político del último cuarto del siglo XX, y que entronque en el momento exacto con un debate mundial sobre el espionaje electrónico. Y así hasta hoy, desde Wikileaks hasta la investigación de los más variados casos de corrupción en todo el mundo.
Coppola afronta esta película por dos razones: porque le gusta el asunto abordado y porque acaba de cosechar un enorme éxito con El Padrino. Dicho de otro modo, La Conversación no está pensada para grandes públicos. Se trata de una obra difícil y de mayor complejidad que la historia de los Corleone, si bien siempre ha figurado entre las preferidas del director. Coppola da la espalda a los más poderosos magnates de Hollywood justo cuando clavan su mirada en él, en plena salivación empresarial por el torrente de dólares que salía de su chistera. El joven director sabe que el engranaje industrial, la prensa especializada y los distribuidores se interponen entre él y su vocación artística, y descubre en La Conversación el camino directo hacia lo que realmente le interesa. A Coppola siempre le han atraído las películas como espectáculo, lejos de la obsesión por las críticas, los ingresos y las cuentas de resultados. Irónicamente, el asombroso éxito comercial de El Padrino fue lo que eclipsó las virtudes de La Conversación. Esa tensión entre los deseos personales y la enorme ambición de un negocio de dimensiones planetarias será uno de los ejes de su vida, desde esta fase de eclosión artística hasta el epílogo de una carrera en la cumbre del séptimo arte.
La obra recibe un vigoroso impulso en 1969, con presupuesto inicial de 400.000 dólares para un mes de rodaje. Marlon Brando iba a ser el protagonista. El proyecto permanece en la nevera hasta que Coppola paga a Warner su derecho a cocinarlo. El rodaje arranca tres años más tarde, en noviembre de 1972. El presupuesto de Zoetrope roza el millón y medio de dólares, con financiación y distribución de Paramount, y Gene Hackman como primer espada tras el desinterés de Brando por este lance. Al director le atrae especialmente el aspecto de hombre normal y corriente del actor que protagonizará la película, una cualidad que le deja a merced de otras personas que rigen su destino. Sin embargo, cuando se presenta en San Francisco para situarse frente a las cámaras, el protagonista aparece con un aspecto formidable, elegante, bronceado y delgado. El realizador le somete enseguida a un plan acelerado de deterioro físico y desaliñamiento, endosándole bigote y gafas que le inclinan hacia un declive incuestionable.
Hackman interpreta a un callado especialista en técnicas de espionaje sonoro envuelto en una cadena de asesinatos. Consigue grabar el diálogo de una pareja durante casi un cuarto de hora y, poco a poco, une todos los pedazos de la conversación. Los problemas de comunicación serán el eje central de la obra. Robert Duvall y John Cazale, que habían colaborado previamente con Coppola, y Harrison Ford y Cindy Williams, que aparecían en American Graffiti, son otros actores que arriman el hombro.
El primer jefe de fotografía es Haskel Wexler, pero tras sus broncas con Coppola y Dean Tavoularis le sustituye Bill Butler (iluminador de Llueve Sobre Mi Corazón). Wexler se queja porque las localizaciones le impiden rodar con la eficacia que desea. Los problemas técnicos con el sonido o la iluminación le exasperan. El conflicto se agrava y el director detiene diez días el rodaje hasta que anuncia el relevo de Wexler.
Para dar cuenta del perfeccionismo de Tavoularis cabe señalar que se suscribe a docenas de revistas de electrónica bajo el nombre de Harry Caul, el mismo que el protagonista de la película, con el fin de dominar cada detalle de la producción. Además se relaciona con ciertos individuos del Departamento de Justicia que habían construido camionetas equipadas con instrumentos como los que se ven en la película para conseguir el máximo realismo en los detalles. También se incorpora la hermana de Coppola, Talia Shire, quien adopta el apellido de su marido, David Shire, autor a su vez de la banda sonora de La Conversación. La repetitiva música de un piano contribuye a crear entornos emocionales idóneos para que las imágenes fluyan con una naturalidad cargada de intención. La melodía se limita a un único instrumento, algo infrecuente en las películas coetáneas. Murch señala que la solitaria música del teclado representa un “simple instrumento para una película sobre un hombre sencillo y solitario”.
La responsabilidad del montaje de sonido recae en Walter Murch, un fichaje que gozará de un creciente papel artístico en la obra coppoliana. El director desea “liberar al sonido de la tiranía de la imagen”, arriesgada labor que exige un perfil muy creativo y perfeccionista. Murch se revela como uno de los grandes artífices de la nueva cinta y sujeta el timón de la película durante el tiempo en que Coppola se vuelca en la segunda entrega de El Padrino. Arthur Rochester le apoya en el montaje sonoro y ambos reciben una nominación al Oscar por el sonido. A Murch no le sobra el tiempo, porque edita La Conversación durante las mañanas y mezcla American Graffiti por las noches.
En la película se recoge una referencia al escándalo Watergate; en concreto, cuando Gene Hackman descubre el asesinato en una habitación de hotel. Según Coppola, “para rodar esta escena, debíamos comprar los derechos de una emisión televisiva. Lo más práctico y lo que costaba menos dinero son los noticiarios. En consecuencia, compramos este fragmento de informativo en el que naturalmente se hablaba del Watergate. ¡Ni siquiera lo sabíamos! ¡Así es como las cosas se convierten en significantes!”. En junio de 1972 arranca el escándalo Watergate, con la detención de cinco individuos cargados de material de escucha. Dos años más tarde, el presidente Nixon dimite.

Durante el sueño que transcurre hacia el ecuador de la película, Harry revela a la mujer esta confidencia personal. Allí se quita el velo y se perciben sus debilidades, temores y complejos. Es el momento en que aflora buena parte de la carga emocional que esconde el personaje, ese lastre que es incapaz de soltar y destapa su vulnerabilidad. Porque son el pasado y las propias experiencias las que nos enseñan a escuchar o leer la realidad de una determinada manera, según constata Coppola. Harry Caul construye el diálogo de la pareja bajo un código dictado por sus traumas anteriores, lo que le empuja a convertirlas en víctimas. La conexión de las distintas piezas que acumula es errónea y distorsiona la realidad, porque los planos de ensamblaje los dibujan los complejos de su pasado. El personaje va por un lado, y la verdad, por otro muy distinto.
También Walter Murch aporta experiencias autobiográficas a la película. En cierta ocasión, cuando atravesó la adolescencia, sus padres regresaron inesperadamente al hogar justo en el momento en que estaba ojeando algunas revistas pornográficas. Intentó deshacerse de ellas al verse sorprendido arrojándolas al inodoro, pero provocó un atasco y su padre tuvo que ayudarle a extraer de las letrinas las pruebas del delito. “En La Conversación, el inodoro regurgita igualmente la evidencia de culpabilidad”, señala Murch en el DVD con comentarios sobre la película.
Brota en el protagonista una explosión de sinceridad, de implicación real, cuando se enfrenta a los guardias de seguridad que custodian al director. En el resto predomina una contención extrema, una tensión entre el deber y la profesionalidad, trufado de culpabilidades y un pico de angustia en la secuencia del hotel. Varios personajes sufren por sus creencias religiosas. Harry está fuera de su tiempo y de su espacio, no se implica en su vida, de forma que padece una alienación propia del hombre contemporáneo. El protagonista lo dice con gran claridad: “Si hay una regla de oro en este oficio es que hay que dejar de lado la naturaleza humana y dejar de lado la curiosidad”. Más adelante, dice Harry Caul: “A mí no me interesa lo que hablan. Sólo quiero hacer bien la grabación”. El diálogo sintetiza el debate entre la ética profesional y la otra. La obsesión de Harry Caul por su trabajo (otro rasgo autobiográfico) le convierte en un experto para este tipo de tecnologías. La intimidad, la violación de los espacios privados, era aún un asunto incipiente, difícil de vislumbrar, pero Coppola descubre en esos tempranos años la trascendencia de esa invasión del espacio más personal. Hoy, medio siglo más tarde, se ha pasado de aquellas toscas grabaciones al espionaje globalizado de todas las comunicaciones electrónicas que circulan por el mundo, pero el fondo de la cuestión es idéntico.
El comienzo es brillante, considerado magistral entre legiones de especialistas cinematográficos. Ya se nota el sello personalísimo del director, con trazos híbridos entre el suspense y la prestancia de las películas europeas. La cámara persigue en un moroso y largo picado, a vista de pájaro, a dos personajes, hombre y mujer (Ann y Mark), que dan vueltas por Union Square, en el corazón de San Francisco. Conversan sobre el marido de ella, al que se refieren como El Director, y expresan el temor a que se descubra su pecaminosa relación, pero el espectador sólo puede situarse en el territorio resbaladizo de las suposiciones porque no sabe nada de los personajes ni del significado de su charla. Protagonista y público compartirán cavilaciones, descubrimientos y ensoñaciones a lo largo de la obra.
La figura de un mimo y la sucesión de palabras entrecortadas captan toda la atención del espectador. Las imágenes se suceden con gracia y un micrófono direccional apunta con precisión hacia las cabezas de los personajes espiados. Esa grabación se convierte así en un arma mortal, mientras el sonido sube y baja aleatoriamente. En ese momento, uno de los personajes dice al observar a un indigente: “¡Dios mío!, cuando veo a uno de esos pobres viejos siempre pienso lo mismo. Pienso que una vez fue un niño pequeño y que tendría un padre y una madre que le querían mucho, y ahora mírale, derrumbado en un banco callejero. ¿Dónde están ahora su padre, su madre, su familia?”.

El complejo inicio requiere el despliegue de cuatro equipos de técnicos distribuidos por la plaza que utilizan seis cámaras de forma simultánea, con una planificación de varias semanas. Actores y peatones se cruzan en las tomas, ignorantes muchas veces de que los aparatos captan sus movimientos. “Era un completo caos. La mitad del equipo de rodaje aparece en los planos filmados”, señaló el director. La policía detiene a un par de encargados de sonido apostados en el tejado de un edificio al sospechar que intentan asesinar a Coppola con unos micrófonos que parecen amenazadores rifles.
No es el único problema del rodaje. La grabación del sonido en el centro de San Francisco resulta tan imperfecta como los registros que trata de desentrañar Harry Caul en la trama, de forma que es necesario grabar otras tres veces el diálogo de Cindy Williams y Frederic Forrest en una apartada zona residencial durante el proceso de posproducción; luego se ajustaron las imágenes a las nuevas tomas de sonido. La mezcla final combina partes de la conversación original y de las tres adicionales. Ahí ocurre un milagro, porque Forrest se equivoca en la última de las grabaciones y pone énfasis en la expresión “He´d kill us if he got the chance” (Él nos mataría si tuviera oportunidad”). Este desliz permitió reestructurar la obra y dar la vuelta a la tortilla en la sucesión de acontecimientos. Murch descubre que en ese instante fortuito se esconde el corazón de La Conversación.
Harry se enfrenta a un dilema moral, por mucho que intente soslayarlo. Su empeño laboral parece abrir la puerta a un asesinato. La sombra del crimen activa mecanismos anestesiados en el personaje central. El miedo y la soledad irrumpen. Quiere evitar las preguntas, pero sabe que ese camino puede costar la vida a dos personas. Harry desea estar dominado por la tecnología, pero su ética le condena a otras esclavitudes. Esa lucha crece en la película con un ritmo lento que adentra al espectador en la historia con un tratamiento minucioso de los acontecimientos. El tiempo le desliza hacia el abandono de su profesionalismo y se implica sin desearlo en los personajes a los que él mismo ha condenado.
Una línea básica de la película es la incorporación de nuevas unidades de comprensión que se añaden mediante técnicas repetitivas. Más que exponer, el montaje superpone nuevas capas con matices informativos que obligan a una reinterpretación constante. El sentimiento de amenaza cristaliza tras un proceso sutil de presentación de fragmentos. Una misma conversación reiterada una y otra vez se disfraza de distintos significados en función del contexto y se precipita hacia otra dimensión cuando las víctimas se transforman en verdugos. Una ligera inflexión de la voz da un vuelco a la obra, de forma que, como indican Tavernier y Coursadon, se pone de “relieve la audacia de un cineasta dispuesto a que la comprensión de su película dependa de un mínimo detalle de dicción”.
Los trozos de la conversación van cobrando sentido de modo análogo a los dispositivos propios de la percepción sensorial. El protagonista, al igual que el espectador, recibe el conocimiento de modo secuencial y avanza en zigzag hacia la verdad final. Este fenómeno se suma a la pequeñez de Caul, que Coppola acentúa con recursos expresivos como situarle frente a un gigantesco edificio en algún plano. La Conversación se estructura como un jeroglífico donde la acumulación de enigmas desmorona los cimientos de la moralidad. En cierto momento, todo experimenta un giro radical y Harry descubre que en realidad son los amantes los que han asesinado al Director en lugar de estar amenazados por él, como había supuesto desde un primer momento. Los filtros mentales que le sirvieron para interpretar erróneamente las cintas grabadas saltan por los aires y de pronto resulta mucho más grave la incapacidad para descifrar los datos que los fallos tecnológicos en los que estaba empantanado.
Coppola trabaja como un poseso en ese tiempo. Rueda El Padrino II de lunes a viernes y el fin de semana vigila la edición de La Conversación, cuya postproducción se prolonga casi un año. El rodaje se ajusta al presupuesto y tiempo planificados, una precisión que tardará muchos años en volver a demostrar. Reconoce el apoyo fundamental que le brinda Murch en la edición, mostrando una generosidad que siempre ha exhibido hacia sus colaboradores directos. La libertad creativa que concede Coppola recibe como recompensa una implicación absoluta del equipo en el enriquecimiento de la cinta.
El director es tan productivo que compite contra sí mismo en los Oscars de 1974. La Academia considera a La Conversación aspirante a los premios de mejor película, trabajo de sonido y guion original, mientras la segunda parte de El Padrino arrasa con seis de las estatuillas para sus once candidaturas. Las tres selecciones de su obra más personal quedan en nada. El lado comercial de Coppola derrota a su zona artística, pero la compensación llega en el Festival de Cannes: La Conversación cosecha la Palma de Oro en mayo de 1974 y goza de una acogida extraordinaria en toda Europa. Precisamente en marzo de 1973, los periódicos de todo el mundo comienzan a atiborrarse de informaciones sobre un escándalo llamado Watergate.
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* Miguel López, autor de Los Coppola, una Familia de Cine (Ed: La Linterna Sorda).
