Siempre se ha dicho que el deportista es una persona sana, con buenos hábitos que se centran en conseguir el mejor estado para su cuerpo y mente. La competición es exigente y todos los esfuerzos se centran en estar en la mejor forma posible para afrontar con éxito los retos que se presentan.
Durante unos años, el entorno donde se realiza la actividad suele ser acogedor y ofrece recompensas que motivan al deportista. En unos casos son cuestiones materiales en forma de sueldos más o menos altos que permiten llevar una vida placentera. En otros se concretan en poder disponer de una buena ropa deportiva gratis, viajes y hoteles confortables o el acceso a comodidades que para otros se hacen impensables. Pero quizás lo más valorado sean los reconocimientos inmateriales, los halagos y los comentarios positivos en tertulias y medios de comunicación.
Sin embargo, esta situación es temporalmente corta. La vida activa en la competición dura unos años y aunque se intente alargar todavía hay un largo trecho por vivir. Al finalizar este período, comienza otro de ostracismo, de irrelevancia social, de vivir de otra actividad que no es el deporte, y ahí es donde muchos sufren la más dura derrota. No haber previsto lo que sucederá después, no estar preparado para no volver a salir en la prensa, sentir que ya nadie habla de ti y pasar a ser una persona anónima son algunas de las situaciones que provocan mucho desasosiego entre los ‘jubilados’ del deporte.
Tanto si se está en la élite como si sólo se participa en competiciones de aficionados nunca viene de más prepararse para afrontar el vacío que deja la rutina del entrenamiento y la competición.
