Decía Rousseau que “Vivir no es respirar, es actuar… El hombre que ha vivido más no es el que ha contado más años, sino el que más ha sentido la vida”. Y Abraham Lincoln afirmaba con mucha gracia que la vida es una enfermedad incurable. Pero lo cierto es que al final lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años.
Efectivamente la vida es actuar. Pero por eso la jubilación es tan compleja, porque pasas de repente de actor a espectador. En un abrir y cerrar de ojos. Aunque también es cierto que ganas en tranquilidad, en sosiego, y la agenda deja de ser el tirano diario. De todas formas, ya nos avisaba Henri-Frédéric Amiel, el filósofo, escritor y moralista suizo, que saber envejecer es la obra maestra de la vida, y una de las cosas más difíciles en el dificilísimo arte de la vida.
Pierre Ronsard sugería que nadie es viejo si no quiere. Lo que pasa es que la vejez nos pilla desprevenidos y nos llega de una forma inesperada, a traición y sin darnos cuenta. Todo el mundo quiere vivir muchos años, aunque de ninguna manera desea llegar a viejo, pero resulta que la alternativa es peor. O así nos parece, al menos. Pero lo que es evidente, permítaseme una pequeña broma, es que envejecer alarga la vida.
Por otra parte es verdad que difieren mucho las vidas de los hombres; y es totalmente cierto porque para el que es feliz y afortunado le parece sin duda muy corta, pero para el infeliz y desgraciado casi con seguridad se le hace eterna.
También hay quien afirma que nadie envejece por vivir años, sino por abandonar sus ideales. Eres tan joven como lo sea tu fe, tu confianza en ti mismo, tu esperanza. Eres tan viejo como tu temor, tus dudas, tu desesperanza. Por eso hay que tratar de ser siempre optimista, mantener las relaciones humanas, sonreír lo más posible y cultivar el buen humor porque la vejez es un estado de ánimo, no una cuestión de años.
