No voy a hablar del cambio climático, ni del suave tiempo que nos está haciendo este otoño sino del Tiempo Litúrgico y en concreto de su comienzo.
Hay diversos comienzos de año. El más celebrado es el año cronológico, pero también existe el año escolar que comienza en septiembre; el año agrícola que comienza con la preparación de la tierra y la primera sementera; el año hidrológico que comienza en otoño…
La Iglesia celebra el comienzo del año en ésta época y lo llamamos Adviento. Hoy, domingo, es el primer día porque, como es sabido, en la liturgia la semana comienza con el domingo.
El tiempo en la liturgia tiene el sentido de la celebración de los acontecimientos de la historia de la salvación. Para los cristianos, la Encarnación de Jesucristo sacraliza el tiempo para darle una nueva dimensión. Deja de ser un acontecimiento cronológico para convertirse en una historia de salvación, es decir, la historia de cómo Dios va revelando su rostro al ser humano.
Adviento, del latín adventus, significa venida. Es, por tanto, el tiempo que prepara la llegada de Jesús. Esa llegada es el cumplimiento de la promesa de Dios a la humanidad, reiterada a lo largo de dos milenios, y que los teólogos interpretan como la plenitud de los tiempos. El nacimiento de Jesús da paso a un nuevo proceso histórico. Jesús nos ha mostrado el rostro de Dios y nos ha ayudado a comprenderlo con una imagen al llamarle Abba, que es la palabra aramea que utilizan los niños para referirse a su padre.
Terminado el tiempo de Adviento en la Nochebuena, se da paso al tiempo de Navidad que culmina con la tercera Epifanía. Epifanía significa manifestación. La primera es a los pastores en Belén. La segunda a los magos de Oriente. La tercera a todos los hombres en el Bautismo de Jesús.
Aunque parezca mentira, una festividad tan arraigada en nuestra tradición como la Navidad, no se celebraba en los primeros años del cristianismo. Para aquéllos cristianos de los orígenes lo importante no era el nacimiento de Jesús sino el recuerdo de su muerte y resurrección. Así que nadie tomó nota de la fecha del cumpleaños de Jesús. Las teorías para fijar la fecha del 25 de diciembre son variadas. La más conocida es la que explica que se trataba de cristianizar la fiesta romana del Sol Invicto, que se celebraba cuando, pasado el solsticio de invierno, se comenzaba a percibir que los días se alargaban. El sol, que desde unos meses antes parecía derrotado por el predominio de la oscuridad y, aparentemente vencido, comienza a recuperarse. Los cristianos recogieron la fiesta y la imagen para presentar a Jesucristo como el sol que vence a la oscuridad, como “el sol que nace de lo alto”.
Pero hay otras hipótesis para fijar la fecha de la Navidad. Una de ellas parte del convencimiento antiguo de que la muerte de Jesús fue el mismo día de la Encarnación, 25 de marzo, y, por tanto, nueve meses después sería la fecha del nacimiento. Una tercera hipótesis la vincula a las homilías de S. León Magno que, a mediados del siglo IV, para combatir el arrianismo fija la fecha de la encarnación. Y finalmente, otros lo vinculan al sincretismo religioso que se produce en ese siglo entre el cristianismo y el culto al Emperador Constantino.
El caso es que si la fiesta de la Navidad se celebra a mediados del siglo IV, el tiempo de preparación para ella, el Adviento, se retrasa unos siglos más, parece ser que hacia el siglo VII. Para ello se toma como modelo la preparación de la Pascua de Resurrección y en el VIII o IX se establecen los cuatro domingos.
Desde hace unos años, se ha popularizado una tradición llegada desde Centro Europa conocida como la Corona de Adviento. Se trata de hacer una corona de arbustos verdes rodeando cuatro velas que representan a los domingos. Las cuatro encendidas nos anuncian que ya está a punto de llegar la luz plena que es Jesucristo. Desde esta tradición, no estaría mal que el encendido de las luces de Navidad de las ciudades tuviera un sentido más profundo que el meramente comercial o propagandístico.
