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El sueño europeo

por Julio Montero
31 de marzo de 2021
en Tribuna
JULIO MONTERO 1
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La última curva

La interpretación de los sueños ha sido una de las actividades profesionales más lucrativas de la historia. Ya la Biblia nos informa que personas como José en Egipto, Daniel con Nabucodonosor y Baltasar primero y con Ciro y Darío después, tuvieron puestos destacados por su capacidad para interpretar los sueños de sus soberanos. En fin, esto de interpretar sueños no fue un invento europeo. Pero sí fueron europeos los que nos convencieron de tener la llave de la caja que guardaba las claves para hacerlo. Eso sí: de manera totalmente científica y rigurosa, como nos gusta en occidente. Sin presumir tanto, pero con más influencia en la práctica, los artistas plásticos de diversas especialidades (arquitectos, escultores, pintores, dibujantes, fotógrafos, cineastas, etc.) nos han enseñado cómo soñar, han puesto imágenes a nuestros deshilachados recuerdos matutinos.

Pero soñamos más lo que queremos ser, que lo que somos o seremos. Y en ese diferencial caminamos de puntillas en busca de identidades: unas, logradas; otras solo proyectadas y un montón de fallidas. En medio de esos líos hay muchos problemas de identidad. Para quienes se lo toman enserio, porque para ellos la identidad es algo más que un selfie, más incluso que una serie de ellos, es un verdadero problema.

Y en esos vericuetos anda la identidad europea para muchos. Para toda una generación, la mía, el único resto de europeo sea precisamente una enorme perplejidad no resuelta. Allí se mezclan ilusiones de juventud con decepciones de madurez. Experiencias bien sentidas y asumidas como parte de nosotros mismos, parecen ahora sueños. No en su significado de proyecto por el que luchar, sino en el de algo inalcanzable por evanescente y de lo que se duda incluso que haya existido. Una superficie que oculta la acción de los movimientos tectónicos de la historia y de nuestras biografías sobre estratos diversos; plegados unos, rotos otros y superpuestos, unos desaparecidos por la erosión de la memoria y otros profundos que han emergido, casi contra nuestra voluntad, por explosiones volcánicas de última hora.

Nuestra respuesta inicial a aquella primera disyuntiva contradictoria fue pensar que era algo de la edad, de nuestra edad. Aquel proyecto que presentaba inseparablemente unidas la libertad y la racionalidad ofreció una enorme seguridad a una generación, que se sabía y quería europea. Los obstáculos de casticismo los atribuíamos ingenuamente al régimen, a punto de cerrar por el inevitable hecho biológico. Sin embargo, las cosas se fueron complicando lenta y calladamente sin que apenas lo notáramos. Cuando caímos en la cuenta nos sorprende verlo como imposible o poco menos.

Conocimos una Europa que se alimentaba de sus propios emigrantes. Una famélica legión de gentes del sur se dirigieron hacia el norte. Y todos pudieron ver cómo los acusados de vagos se mataban por trabajar. Europa se alimentaba de sí misma como antes: desde las migraciones griegas al periodo de entreguerras. Su decadencia, como la de cualquier cultura o identidad, empieza por su falta de presión demográfica interior. No queda más que admitir a gentes de fuera para sacar el continente adelante.

Un sur que emigraba hacia el norte y un este que corría hacia el oeste. Esa fue la Europa que se reconstruyó después de la Segunda Guerra Mundial. Manifestaban un empeño colectivo básico: querían sobrevivir y todo se confiaba al poder, y al triunfo, de la voluntad. Todo se reducía a eso: a quererlo de verdad. Y las palabras bienhumoradas de un amigo se cumplieron: Dios en su infinita misericordia fue llevando al hombre hacia el Mediterráneo; y el hombre, en su soberbia, tiró para el norte.

Los jóvenes del sur corrieron hacia el norte en busca de una vida mejor y la gente inteligente y con recursos del norte decidió trasladarse a los paraísos del sur.

En un punto de inflexión difícil de precisar los europeos del norte o del sur empezaron a querer cada vez menos las cosas que siempre habían querido, o quisieron otras que nunca les habían interesado. Europa empezó a ser la vieja Europa. Se convirtió en una tierra de viejos (de viejos europeos) y perdió la actitud juvenil que arriesga e innova. No es extraño, los ancianos ya lo saben todo. Les gusta más dar lecciones que aprenderlas. ¿Quién tiene más experiencia que ellos? Y les pareció que ellos siempre habían sido sabios sin darse cuenta que solo eran ya viejos.

Y los jóvenes ya no venían del sur europeo. Los que ahora querían sobrevivir les importaba un bledo integrarse en un mundo que, o no entendían por recién llegados, o no compartían por haberlo entendido demasiado bien. Europa ha pasado a ser solo una etapa inevitablemente intermedia.

Europa ha luchado siempre por equilibrar igualdad y libertad. Sin exagerar: cómo conseguir que la carrera de la vida sea a la vez justa y equilibrada y puedan existir las apuestas. Todos sabemos que es imposible que todos crucemos la meta a la vez, pero nadie quiere empezar a correr sin tener posibilidades de ganar. Herederos y desheredados no son iguales. El “todos herederos” o el “todos desheredados” significa lo mismo: migajas para todos. Las utopías de los años sesenta en las que las máquinas trabajaban y la humanidad holgaba en placeres intelectuales, creación artística o delectación de lo bello, eran novelas de lo imposible. La gente ha preferido la intensidad de la droga y sobre todo el ejercicio del poder sobre los demás: eso sí que se ha manifestado como una satisfacción fuerte. Y se escala en la diversa amplitud sobre la que se ejerce. También hay miseria en el ejercicio del poder: eres capataz o propietario y hasta los pobres pueden tener criados en esta Europa de oportunidades (distintas) para todos.

Y ahí debió comenzar el divorcio entre libertad y racionalidad. Las cabezas se pusieron al servicio de los corazones y los nobles deseos de igualdad liquidaron progresivamente espacios de libertad. Y ahora nos resulta difícil no solo saber si queremos ser europeos, sino lo que eso significa: ¡vaya lío!

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