La política revisionista se ha convertido en un vientre de alquiler de la desmemoria. Los ideales y la tradición se transforman en un clínex de usar y tirar y por eso la civilización de nuestros abuelos está en liquidación; así es la amnesia interesada. Y sin embargo no hay nada más decoroso que las arrugas de la vejez, sus experiencias y el orgullo por las cicatrices en las manos forjadas por el trabajo. Pero perdemos el recetario de la abuela y gana la receta del tiktoker con su narcisismo de selfi y banalidad. En la sociedad de la egolatría nadie aplaude si no es a su propio espejo social e ideológico. Pero lo malo de las guerras políticas y sociales modernas es que casi nunca sabemos quién las gana, pero sí que sabemos quién las pierde; los de siempre; la tradición y la historia. Y es que cuando no hay respeto por el pasado y se proclama que el olvido es el camino, nuestra sociedad se suicida, se desacredita la historia en beneficio de una promesa de improbable futuro, así, sin sentido de continuidad, sin derecho a audiencia, sin alegato ni adaptación, sin guía o enmienda posible. Sin embargo, la memoria sirve para enseñar lo que somos y las tradiciones para recordar lo que fuimos. Sí, soy un tradicionalista, aunque no me ligo indisolublemente al pasado, no. Soy consciente de que el tiempo es un desalmado que incluso consiguió secar el castaño en flor que veía Ana Frank por la ventana y eso no tiene remedio. Sin embargo, la evolución debe existir; pero una evolución medida y con brújula que huya del camino errático del pollo descabezado que pretende revisar todo lo que fuimos para reconstruir todo lo que debemos ser. La tradición es un guiso a fuego lento que no se cambia en unas décadas. Y si hay que cambiar, vale cambiemos, pero marcando un norte común, arraigado, y no necesariamente lacerando el pasado. ¿Quién no se siente orgulloso de sus padres? Para entender mejor la importancia de la tradición tal vez debamos mirar el ejemplo del sector primario. En agricultura y ganadería la entrega del conocimiento pasado es su sustento: todo ha cambiado para seguir siendo lo mismo. Eso es tradición al igual que los usos que utilizó Mandela cuando cultivaba hortalizas en la cárcel haciendo plantones como lo habían hecho sus ancestros. Un pueblo es un repertorio de costumbres, a decir de Ortega y Gasset. Así las cosas, eliminemos las costumbres – incluyo los símbolos y la historia- y eliminaremos la esencia del pueblo.
El revisionismo es una verborrea interesada llena de incertidumbres que se pretende vender –lo nuevo frente a lo viejo- como una panacea que resuelve todos los problemas. Y hay cierto adanismo interesado en las mentes revisionistas. El escepticismo se ha convertido en una forma de reescribir la historia a gusto del ciudadano; lo que no gusta, mejor que no exista en una suerte de pret a porter por tallas y del agrado de cada individuo. Si no le gusta, tengo otro tejido. Igual que Groucho Marx: “Si no le gustan mis principios, tengo otros”. Ahora está en jaque la Cruz de los Caídos, pero la cosa no quedará ahí. Hace unos días ante una fotografía del Arco de la Victoria de Madrid colgada en una red social, unos e-individuos —no pocos— exigían la inmediata demolición del monumento por franquista. Sólo les faltaba ir armados con garios y antorchas gritando igual que en El jovencito Frankenstein: “¡Matad al monstruo! ¡Matad al monstruo!”. Lo dijo Ortega: “Lo que le pasa a España es que no sabe lo que le pasa”. Cobra vida el “señorito insatisfecho” orteguiano, una mayoría de minorías, al que hay que darle mucha razón, muchos derechos y pocas obligaciones para que no se nos frustre. Así surgen tesis e ideologías que disfrazadas de transcendentes se destinan a individuos estabulados; revolucionarios de alfombra y red social. Toda una disrupción populista quintaesenciada con intereses de perpetuidad que, ante la falta de méritos, prefieren ser masa a ser individuos. La libertad de expresión no es nada sin libertad de pensamiento crítico. La ciudadanía se ha convertido en un loro enjaulado que dice lo que le enseñan a cambio de un compendio de derechos con muy pocas obligaciones morales más allá de tributar para que la maquinaria esté engrasada y la noria siga girando. Tal vez en la ética, en la tradición, en la enseñanza de la historia y en esa filosofía popular que nos ata a la tierra, encontremos una parte importante de lo que pretendemos ser. Lo que es seguro es que en ella encontraremos lo que somos porque negar la historia y la tradición es negarnos a nosotros mismos.
No quería reconocerlo, pero a veces concluyo que, como aseguraba Ortega, el gen de la sociedad española nos arrastra a ser unos señoritos malcriados, insatisfechos, revanchistas y desmemoriados que no saben lo que quieren. ¡Don José, cuánta razón llevaba!
