Puede ser eso. En vez de almacenar rencor apuntalé una justificación en forma de proyecto: poeta. Todo porque me suspendieron una vez en matemáticas. Sin duda, además de mi propensión a la contemplación (a estas alturas no me voy a llamar vago a mí mismo), mis queridos profetas en forma de maestros y profesores (Don Ramón Mínguez Luengo, Don Gregorio Adán Platell, Don José Montero Padilla, Doña Maricarmen Ponz) me sedujeron para la causa. Por eso te comprendo perfectamente: si yo te digo que se limpió en 1616 o que tiene 90 años y entró en 1960 renuncias a saber cuántos van hasta 1616 o cuántos años tenía cuando entró, porque estas operaciones requieren más de diez dedos.
Hete aquí que la fotografía y la música me han ganado para las matemáticas. Porque no se divide por dos para cerrar un diafragma a la mitad o disparar a sesenta es disparar a un sesentavo de segundo; la rueda de quintas o los 440 hercios a los que vibra La internacional; y por ahí seguido. Por tanto, con un poco de paciencia, puedo llegar a que conste que una de las limpiezas de San Pedro fue hace 408 años y que el fraile entró en el convento a la edad de 26 años.
Reconozco que es poco progreso. Soy maestro jubilado, ya no me acucia la didáctica; en ejercicio me derrotarían argumentos como el de tantos kilos a tantas pesetas. En el supermercado la cajera desliza la mercancía por el escáner y pago con la tarjeta.
Tú, que naciste con la habilidad del cálculo mental y me obsequias con tu lectura, impaciente, te preguntas adónde quiero llegar. Va.
En la imagen del San Pedro que reposa en la parte derecha del relieve que está a la izquierda del retablo que limpian en el Monasterio del Parral, reza un grafiti de 1616 cuyo autor firma la limpieza que le hizo al santo en aquella fecha. Un dato más que la Historia, ni la del Arte, no recoge en sus anales. De la misma forma Fray José alcanzó esa altura, vertiginosa para la mayoría, y limpió el polvo a San Pedro, a su efigie, en 1966. Fray José llevaba seis años en el monasterio. Había dejado el éxito a la puerta y comenzó una vida de jerónimo que ya dura sesenta y cuatro años.
Hechos como este impulsan a tomar nota de ramas verdecidas. Notario intrascendente, pego la hebra y plasmo el dato. Los que ingresaron, los que limpiaron. Los que abandonaron el mundo, supongo que también al demonio y a la carne, y se fueron en pos del ora et labora. Mi admiración licúa en emoción a favor de la fidelidad al compromiso, de la búsqueda incesante, de la soledad, de la paz. De la limpieza del polvo que recogía pacientemente San Pedro.
Contra los deseos de Fray José de incorporarse al banquete celestial Dios le mantiene vivo con el aperitivo de la belleza de donde para. La Alameda del Parral se abre al otro lado de su ventana y cada otoño le da un adelanto del premio en forma de hojas rojas, doradas, anaranjadas. Disfruto del privilegio de su llamada que me convoca a gozar durante un instante de esa belleza. Porque, además de que no se me dan las matemáticas, no puedo compartir la vida conventual si llevo novia, ni resistiría su disciplina.
Intento refrenar mis efluvios narradores y escuchar el libro abierto que leo por su boca: la soledad como hallazgo, su convicción de que las cosas y las personas son reflejos de Dios, al que se abandona a Cristo se le dará el ciento por uno en la tierra y la eternidad en el cielo. Lo que más me gusta es que Fray José ni me predica ni intenta convencerme. Tras su encuentro tengo sensación de orden. ¿Con sesenta y cuatro años de eremita lo vería yo así de claro?
No dudamos de las buenas intenciones de Mendizábal. Probablemente su expropiación, digo desamortización, mejoró poco el panorama español. Lo que queda fuera de toda duda es que echar a los monjes de los conventos produjo ruina. Al margen de las ayudas estatales, una especie de penitencia por los excesos cometidos, los muros que habitan estos penúltimos jerónimos no habrían resucitado sin las manos de sus resucitadores, Fray José entre ellos.
Contemplo el pinsapo que plantó en uno de los patios, la encina centenaria resucitada por su intervención, la fuente que fabricó con los muretes que dejaron los que robaron la reja que separaba el presbiterio… Los saludo reverencialmente mientras él avanza con su andador hacia la salida. Los cisnes han procreado desde mi última visita y él ya no baja a ver la colección de patos de otro estanque.
No somos de besos ni de halagos. Hoy la colección de enfermedades le ha dado una tregua y me despide con una de sus sonrisas habituales antes de regresar a sus horas, su misa, su frugal alimentación y, sobre todo, a sus lecturas, más parecido a San Jerónimo que nunca.
Adiós, que es un hasta no sé cuándo, quiere decir, hoy más que nunca, vaya yo, quede usted con Dios.
