Admiraba cómo metía canastas un chico que, además, era el más listo de la clase. Abalaba su simpatía el remedo de los hermanos Calatrava: él, el cómico, soltando ocurrencias hasta que yo, el serio, carcajeaba sin poderme reprimir. Así era José Luis San Fabián. Me impactó verlo correr por El Pinarillo. La tarde en que me di de cara con este paraje solo vi el verde, inusualmente verde para el otoño árido, y los pinos escuálidos que se alzaban por la ladera. Entre ellos, por encima y por debajo del verde, inclinado hacia el precipicio, corría San Fabián como un gamo sin forma de cogerlo en el juego de pillar. Impresionante hacia arriba, con revoluciones que para sí quisiera el mejor motor; vertiginoso hacia abajo, donde pensaba que terminaría caído por más que fuera sorteando primero y luego agarrándose a los pinos que le salían al paso.
Verde y pinos. Suelo verde y hojas verdes. Casi perenne todo. Los pinos delgados, casi pinceles.
Tuve que echarme novia y buscar un sitio silencioso y regado de sombras para dedicarme a la contemplación. De ella y, de hito en hito, del frente dorado que enmarcaba los pinos. Allí, en las últimas tarde de verano, en las primeras de otoño, sin grados de más ni de menos, tardaba la noche de llegar mientras el sol caía derrotado en las copas de los pinos. El año de la mili tuvimos que mirar al reloj para no perder el tren que me devolvía al cuartel. Ese año nos juramos que, en adelante, volveríamos sin tiempo.
Volvimos. Coincidimos con viejos que ponderaban el lugar y convertían sus veredas en caminos hacia el paraíso. Allí empecé a cultivar fotografías, había tantos motivos.
Al cabo de los años los viejos se convirtieron en personas mayores, en tercera edad, hasta desaparecer prácticamente todos. Ahora el viejo soy yo. A modo de recambio por El Pinarillo menudean dueños con perro, corredores… y unos “álguienes” invisibles que dejan el suelo plagado de botellas, vasos, plásticos. Los pinos, más tristes que nunca, reculan. Porque nunca terminaron de engordar; porque ladean su melena de ramas secas; porque el viento, la nieve, arrancan de cuajo su porte adolescente. Los huecos se cuentan tantos como troncos enhiestos.
En algún momento de esta historia aparecieron los almendros, casi todo el año inadvertidos. Alcanzan dos momentos de gloria: el de los recolectores de almendras y el de la flor. Qué fiesta. Sería la misma fiesta con una romería de curiosos desfilando al lado: rodeados de soledad la admiración parece más alta. Durante unos días, a contraluz o a favor, ofrecen las imágenes más puras de lo que debió ser el planeta antes de que ninguna mano humana hendiera la reja del progreso. Pero esto también es mentira: Juanma Santamaría sabe qué día se plantaron los almendros, por orden de quién, como el día y la orden de los pinos: aquí también hay historia. Cuando la primavera anunciada declina por el viento de febrero, todavía los almendros tapizan el suelo durante un día o dos, con sus delicados pétalos blancos, rosas, en un adiós sin dolor porque sabemos que la primavera total ya está cerca.
Un día de otoño El Pinarillo me regaló una orquídea. Le hice fotos hasta hartarme. Vuelvo insistentemente al lugar de autos y no las veo: mi impericia botánica o que fue un milagro.
Entonces descubrí en El Pinarillo otro tesoro: la perspectiva. No aquella que enseñara la profesora en clase de dibujo. Otra: mirar libremente y encontrar en el horizonte maravillas alineadas por el paso de los siglos, de las horas.
Echaba yo en falta un mirador largo, monumental, como el de Toledo: paseo, carretera, aparcamientos, ciudad apretada y homogénea al otro lado de un río importante. Habríamos tenido en Segovia una perspectiva semejante si nuestro lado norte estuviera al sur y no le dieran las sombras casi todo el año. Pero después de recrearme con el mirador de La Piedad, pensé: ¿Acaso no supera este Pinarillo mirón al de Toledo? No en cantidad: nosotros Clamores en vez de Tajo, mejor entubado que alcantarilla abierta, más la carretera cuyos adoquines hieren con el roce de los neumáticos. Remóntate, sube por encima del cementerio profanado (¡hasta dónde el odio!) de los judíos, bien al aire, contempla:
La Catedral succiona la mirada con sus volúmenes y formas. No te digo nada si el sol le viste de salmantina y nuestra humilde caliza de los Altos de Zamarramala se convierte en oro de Villamayor. Te meces hasta el Alcázar que se dispone a la singladura del verde, ocre, blanco o pardo invernal. Hilo conductor, la muralla, con su parada en el matadero museo. Por aquí, por allá, festoneando: torres, conventos, casas señoriales, casas menos señoriales. ¡Cuántas ventanas! Habría dibujado esta belleza. Habría gastado la vida entera en contarlas, cuanto más en reproducirlas. Elegí algo más cómodo: la fotografía. Entonces vino hacia mí un cielo con su séquito de nubes: algodonosas, blancas, grises, panzudas, teloneras por pespuntear ese azul segoviano que tanto le gustaba a Azorín y que, después de dos días sobre los tejados, a mí me aburre.
Fiesta de árboles y rocas, construcciones y pájaros, cielos y siluetas. “Escailain”, me dicen paletos mordernos, analfabeto yo que no digo la skyline que ellos esperan: Línea del cielo, cobarde, que me robas a la madre en cada palabra que no me nombras. Esta línea inconfundible, única, no se puede ver en ningún sitio sino aquí y cada tarde, con más o menos algarabía de nubes y aves, la tienes ante tus ojos por el módico precio de un paseo hasta El Pinarillo.
Es probable que El Pinarillo se muera y deje huérfano al altozano que enfrenta el oeste de la ciudad de Segovia. Otras urgencias siempre se anteponen al cuidado jardinero que nos devolvería un Pinarillo más boyante; tampoco vamos a organizarle una a los sucesivos alcaldes porque tarde de retirar los últimos troncos que abatió el invierno.
Eso sí: Mientras El Pinarillo y nosotros resistamos no me preguntéis la hora ni el sitio para quedar: Por allí me podéis ver, amándonos en la soledad y envueltos en perspectivas, pinos y almendros, esperando que salga el sol de detrás de la nube para retratar: catedral, novia; o a las dos.