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El pasado sin rima

por Eduardo Juárez
12 de noviembre de 2022
en Tribuna
EDUARDO JUAREZ 1
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No se puede vivir sin recordar. Anclado el presente en la memoria de aquello que fue, se ve el mañana con cierta esperanza de conocimiento. Convencidos de que eso que habrá de venir deberá responder a los patrones del ayer, no dudamos en anticipar decisiones, por mucho que el tiempo tenga la mala costumbre de incumplir las expectativas. Presos de la confianza en que el presente es un viejo adagio, nos confiamos sin reflexionar que, como bien decía Mark Twain, la historia, aunque rime, no se repite. Sí es cierto que, redundando el conocimiento del pasado, podemos anticipar la estrofa o, al menos, saber seguir la asonancia que corresponda, dado que somos conscientes, en el conocer de la historia, del ripio al que nos lleva este sinvivir.

Es por ello, queridos lectores, por lo que resulta más que importante el conocer el pasado y soportar el coste de su mantenimiento para que, llegado el momento, su cantinela nos mantenga atentos al verso que nos toque vivir. Afrontar crisis seculares, sean económicas, políticas o institucionales; sean culturales o generacionales; tecnológicas o enceladas en transformar el medio en que sobrevivimos; dar la cara apropiada al desafío presente que corresponda pasa indudablemente por asumir ese pasado que no se ha de repetir de ninguna de las maneras. Y para lograr el objetivo de estar listos para comprender las variantes poéticas con que el mañana habrá de rimar hacia el pasado, la preservación del patrimonio histórico y cultural, natural y social, es absolutamente esencial. Tener los apuntes en la mano para afrontar ese examen seguro que nos dará una oportunidad de superar el siguiente desafío con algo más de soltura que en otras ocasiones similares.

Sin embargo, nos esforzamos de continuo en perder esa ocasión que nos lega el pasado. Bien desatendiendo el legado hasta su constante y definitiva putrefacción, bien desnudando el patrimonio para impostarlo en una falacia inventada en beneficio de una apuesta absurda y facticia, empujamos al ciudadano del presente hacia un mañana ignoto al que no se podrá poner ni una sola nota a pie de página. Ver el estado en que quedó el antaño altozano palacio de Buengrado en las sernas de Perosillo, ya despoblado en el siglo XVII y arruinado al poco habría servido para anticipar la ruina del magnífico palacio de Valsaín. El desdén hacia aquella casona cercana a la villa de Cuéllar en tierras del obispo de Segovia ha enterrado no solo la arquitectura, sino su origen, titularidad y trascendencia del paisanaje allí alojado. Ya poco queda de memoria en torno a Valsaín, donde muchos de sus vecinos apenas conocen de su origen y de la necesidad de proteger las cuatro piedras cada vez más menesterosas de un instante de recuerdo que de proyectos faraónicos imposibles construidos en la memoria de un estado que, si bien se esforzó en el protegerlo de la especulación, abandonó la responsabilidad de preservar el patrimonio inherente a su condición histórica.

Muy cerca de este desatino se halla otro aún más peligroso que no conlleva más que la conversión de la herencia cultural en demostración efímera de un presente totalmente irreal. Asumida la innecesaria protección del pasado y su desconexión con el futuro, los espacios acaban congelados en el tiempo o, peor aún, sometidos a un constante cambio según el designio del paisano de turno. El palacio de La Granja de San Ildefonso, congelado en el reinado de Felipe V, poco aporta al conocimiento del presente, más allá de la instalación de una monarquía que concebía el ejercicio de la política como la orquestación de una pantomima teatralizada donde el momento se sometía al protocolo y no a la trascendencia absoluta de la decisión estratégica.

Claro que, entendiendo aquella corte copiada de la ya ajada francesa representada en Versalles y Marly-Le-Roi, incluso esa acción efectista serviría para comprender lo superficial e innecesario en el ejercicio del poder. Para nuestra desgracia, ya ni siquiera eso podemos colegir de ese patrimonio enlatado. Vaciado su contenido para construir un museo de colecciones reales en la capital, el palacio que trazara Teodoro de Ardemans en 1718, ha ido perdiendo el contenido en aras de mejora de otras colecciones, magníficas he de reconocer, destinadas a mostrar un discurso poco comprensible y a generar una tracción cultural que constituya una ganancia económica que nada enseña a quien la experimenta. Perdidas buena parte de las obras originales tanto del jardín del rey como de los interiores del edificio, el inventario de aquel joven palacio imaginado por el primero de los Borbón poco tiene ya de espacio vivido y mucho de colección impostada. Entrando con estudiantes ávidos de conocimiento, uno ha de idear una estrategia que traiga al presente esa realidad pasada y perdida de modo que la lección tenga una utilidad en la comprensión del presente y no el catálogo de obviedades asociadas al material mueble que por ahora se ha depositado en las salas del antaño palacio repleto de historia. Ya me dirán qué conclusiones puede uno sacar revisando el óleo pintado sobre tabla de Marinus van Reymerswale casi dos siglos antes de que se terminaran las obras del palacio real de La Granja de San Ildefonso, depositado durante años por el Museo del Prado en el extinto Museo de la Pintura del Monasterio de San Lorenzo del Escorial, y trasladado recientemente a una sala del palacio. Cromo trasladado de un álbum a otro, el viejo retrato del usurero raspador de monedas presenta una descontextualización palmaria en un entorno de idealización política y servilismo cortesano.

Quizás y sólo digo quizás, el patrimonio debería venir con un manual de instrucciones donde se explicara al decisor político de turno la imposibilidad de alterar el contenido y su continente pues, como todo en esta vida, resulta innecesaria su disociación. Si bien se puede reutilizar los espacios por la caducidad y obsolescencia del fin primigenio, no se debe desmantelar el contenido que a todo da sentido y explica el necesario ayer, preciso para comprender la sílaba que nos corresponda rimar en la próxima estrofa.

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