Mi hijo, diez años, me dijo el otro día mientras veíamos un partido de los Lakers por televisión que eso no era baloncesto, que era NBA. Y no le falta razón. Cada vez encuentro más diferencias entre el baloncesto americano y el que se practica en el resto del orbe. Más allá de la aplicación laxa de algunas normas – lo de los pasos roza el esperpento – el correcalles en que se convierten los partidos con jugadores a la caza de estadísticas personales resulta ridículo y sobre todo aburrido.
Los mejores jugadores del mundo sueñan con jugar allí entre otras cosas porque les entierran en dinero. Y a muchos les da igual estarse medio lustro sin pisar el parquet regularmente en vez de jugar e incluso ganar títulos y ser decisivos en otros sitios. Allá ellos. El juego ha evolucionado tanto que los grandes pivots no sirven si no tienen capacidad de tirar de tres puntos y la defensa brilla por su ausencia. Muy pocos entrenadores exigen a sus equipos aplicarse atrás y los que lo hacen y dejan a su rival en 80 puntos, reciben feroces críticas.
La situación ha derivado en un caos tan grande que los árbitros, acostumbrados a mirar para otro lado y dejar que el partido fluya, ahora han recibido la instrucción de pitarlo todo para mitigar el frenesí anotador con más fallos que aciertos. Y esa pérdida de costumbre está propiciando graves errores, pese a recurrir al video arbitraje constantemente, lo que hace eternos los partidos.
Sigue mereciendo la pena acercarse a la NBA, pero en directo puede ser un tormento. Mejor ver el resumen de dos minutos de cada partido. Una pena.
