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El noble arte de perder

por El Adelantado de Segovia
3 de enero de 2025
en Tribuna
Alberto Herreros Lavina
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Alberto Herreros

Lo mío con Marisol tenía visos de llegar a ser algo importante, o eso me parecía a mí desde mi adolescente y granulada adolescencia. Los amores quinceañeros de banco son muy fríos, pero yo me lo bebía a tragos. Lo cierto es que no lo vi venir. Ni a José Manuel, ni a su moto, ni a la sobornable Marisol, ni al final de mi incipiente relación con ella a cambio de unos centímetros cúbicos de ruido molón. Mi primer coqueteo serio con la derrota. A aquel fiasco sentimental le siguieron una larga lista de pequeñas batallas perdidas, de muescas en forma de reveses personales los unos, sentimentales y vitales los otros. Decía Humberto Eco “El placer de la erudición está reservado a los perdedores. Cuanto más sabe uno, es que peor le han ido las cosas”.

Los que adoran el becerro de oro del éxito de manual no vieron venir tampoco cómo Rick dejaba a última hora su asiento en aquella avioneta y su futuro con Ilsa, al idealista símbolo de la resistencia, Víctor Laszlo, para seguir lamiéndose las heridas de su amaga derrota amorosa en su garito de Casablanca a golpe de bourbon y de piano de Louis Amstrong. Para seguir viviendo del recuerdo agridulce de un París bombardeado por los alemanes. “Te recuerdo muy bien”, dice en un momento de la película, “los alemanes iban vestidos de gris y tú, de azul”.

Los sajones siempre tan gráficos para sus definiciones tienen un término que a mí me dice mucho, muy certero: es el “wishful thinking”, voz cuya traducción más aproximada se me antoja que es el optimismo emocional. Desear mucho en definitiva que algo suceda, pero también estar preparado para que el retroceso de que no sea así, no nos lance contra la pared de la desesperanza.

Por más que nos cueste verlo hay algo de emocional, de romántico, algo que nos imanta a los que incorporan las pequeñas batallas perdidas a su mochila y siguen caminando.

El secreto está en la prudencia ignaciana: hacer las cosas como si todo dependiera de ti, y luego negociar con el resultado. Ahí es nada.

El cine nos ha regalado maravillosos anti-héroes que ganaban perdiendo, como Chaplin, Woody Allen, como Forrest Gump, Lee Marvin o Jack Lemmon en El Apartamento. Cómo olvidar el rostro entre atormentado e impenetrable de Clint Eastwood en Los Puentes de Madison, cuando tras haber devuelto la ilusión, el amor y las ganas de vivir a una vencida por la vida Meryl Streep, se aleja solo en su pick up, en mitad de la noche, sin mediar palabra. Es la estampa de la derrota absoluta. De ambos.

Cómo no querer tanto a dos grandes perdedores: Johny y Vienna, o Sterling Hayden y Joan Crawford, en el diálogo desgarrador que mantienen en su reencuentro, en el Western crepuscular Johnny Guitar. Johnny le pide a una recia y temperamental Vienna que le mienta, que le asegure que le ha esperado todos estos años, que habría muerto si él no hubiera vuelto. Vienna le confirma todas sus sospechas sin convicción, con mirada acerada e inexpresiva, a lo que él responde con un lacónico “gracias”. Poco que añadir. Son todos ellos personajes complicados, llenos de aristas y contradicciones, de interrogantes y silencios, los que te ganan el alma sin pretenderlo.

Hay que aprender a dignificar la derrota, en lo que tiene de valor, de forjar caracteres. Las personas más bellas que he conocido son aquellas que han conocido el sufrimiento, que han pasado su travesía del desierto y han conseguido salir airosos de todo ello. La gente bella no surge de la nada.

También hay otro tipo de perdedores que no despiertan simpatía alguna. Los terraplanistas de la vida, los negacioncitas del disfrute, los que no arriesgan en la ruleta de la vida. No hay redención para esos.

Yo aún no sé bien si aquél traidor por inesperado abandono de Marisol para echarse en brazos de un producto de gimnasio motorizado fue una derrota, o más un spoiler de lo que vendría después.

Hace unos meses me crucé con ella. Iba encaramada a un flamante Audi descapotable desde el que me dedicó un gesto condescendiente con la cabeza, como queriéndome decir “lo he conseguido”.

Fue la constatación de que en aquél entonces fue ella la que perdió, no tanto por mí, sino por haberse perdido tanto a sí misma.

Y no creo que haya derrota mayor que esa.

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