La señora Celaá, ministra de educación del gabinete coaligado, ha sido profesora de instituto, como yo, aunque ella, por su dedicación, distinta de la mía, a la enseñanza del inglés, se halla mejor pertrechada para apreciar la importancia de la regulación de los usos de las lenguas en la transmisión educativa y, en general, en la vida colectiva. Quizá sea esa ventaja la que le permite alcanzar la perspectiva que a mí me falta y que me hubiera facilitado entender por qué se ha quitado del borrador de su LOMLOE la referencia al carácter vehicular del castellano, que figuraba en el artículo 38. Digo yo que ella habrá pensado que, puesto que ya está en el texto como lengua oficial del Estado, es tontería discutir si, además, debe o no recalcarse que el castellano es vehicular, término que ni siquiera figura en la Constitución. No sé si habrá otras razones, pero, quizá por esas limitaciones mías, solo alcanzo a ver ésta. Y, desde luego, no puedo aceptarla. El camino seguido para la modificación del borrador que la misma Celaá había presentado hace evidente que no se trata de una supresión inocua, ya que responde a la presión de los que, precisamente, consideran que la calificación de vehicular de una lengua posee determinada relevancia y trascendencia política y que, por lo tanto, puede ser una cortapisa para que su proyecto de nacionalismo lingüísticamente regresivo llegue a buen puerto.
Pero, sobre todo, resulta absurdo que se pretenda irrelevante la omisión del carácter vehicular del castellano cuando en el Estatuto de Cataluña, en el punto 1 del artículo 6, se atribuye, para realzarlo, ese carácter expresa y exclusivamente al catalán. Además, si leen ustedes con atención los cinco puntos de ese artículo, les resultará difícil no convenir conmigo en que las referencias al castellano se hacen de manera forzada y residual. El catalán es la lengua “propia”, la “de uso normal y preferente” de las Administraciones y los medios de comunicación públicos, la “normalmente utilizada” como “vehicular y de aprendizaje en la enseñanza” y, por supuesto, la “oficial de Cataluña”. En contraposición, el castellano es solo lengua oficial y eso a regañadientes, después de que, en la frase precedente, se haya establecido sin matices, con expresión independiente y rotunda, que el catalán es la lengua oficial de Cataluña. El castellano, ¡vaya por Dios!, “también” lo es, pero, aunque no se escriba la partícula causal, todo apunta a que lo es solo porque es la lengua del Estado. Al parecer, no tiene ninguna importancia que el castellano sea la lengua conocida a la perfección y usada por todos en Cataluña y que en las estadísticas de la Generalidad sea la lengua inicial del 52,7 % de la población y la lengua habitual del 48,6 % (12,5 puntos porcentuales más que el catalán). Nada de esto cuenta porque solo la segunda lengua más presente en Cataluña es la considerada como propia, normal, inconstitucionalmente preferente, vehicular y, en sentido pleno, oficial. En tal contexto, ¿no es lo más sensato tratar de equilibrar con las leyes generales del Estado lo que, a todas luces, es producto de un partidismo arrebatado y alejado de la realidad? Y eso ciñéndome solo al Estatuto, porque, si uno entra en la “política lingüística” de la Generalidad, la impresión es aún peor. Desde luego, resulta difícil de creer que pueda pasar inadvertida la trascendencia de la supresión de la frase sobre la condición vehicular del castellano cuando los textos y la actitud belicosa de los nacionalistas son una abierta proclamación de su importancia para quienes quieren evitar los límites constitucionales.
La palabra “vehicular”, aunque relamida y rebuscada, se halla en el centro de este debate porque posee un sentido de enorme trascendencia. Dice el Diccionario de la RAE que, aplicada a una lengua, es la que “sirve de comunicación entre grupos de personas de lengua materna distinta”. Por lo tanto, una lengua vehicular posee un valor estratégico de primer orden al permitir el encuentro entre comunidades idiomáticas diferentes, función que, de por sí, garantiza su permanencia y expansión, por prestar un beneficio a cada una de las partes. Impedir u obstaculizar que una lengua que se ha mostrado capaz de hacerlo siga siendo instrumento para la aproximación de comunidades diferentes es una forma de imposición enemistada con la realidad misma. Y eso es lo que se pretende hacer con el castellano en Cataluña: una especie de lengua desvitalizada o muerta, solo válida para escribas o para diplomáticos extranjeros.
Pero si los intereses espurios de ciertos políticos y el fanatismo de quienes hacen de su nación objeto irracional de culto se da por descontado que emponzoñan este debate, lo que verdaderamente resulta incomprensible es la pasividad o, incluso, anuencia de la mayoría castellanoparlante y bilingüe que vive en Cataluña. Es, tal vez, un extraño fenómeno de masoquismo cultural. Está bien que se apoye y se estimule el uso de la catalana, pero ¿por qué eso tiene que ir acompañado de la ocultación del valor de la castellana? Si esta es la lengua inicial, de identificación y habitual de la proporción más elevada de los catalanes, ¿por qué no se la considera a ella también como lengua “propia”? Así como los catalanistas radicales ponen un empeño exagerado en la identidad lingüística, los castellanoparlantes no parecen muy interesados en preservar la suya, a juzgar por el apoyo electoral que dan a quienes pretenden arrinconarla. ¿Por qué ocurre esto? Tal vez, bastantes castellanoparlantes vean en el nacionalismo tantas ventajas que aceptan correr el riesgo de perder su lengua. Pero, hipotéticamente, podría uno ser separatista sin necesidad de negar que su lengua propia fuera el español. ¿No se independizaron las repúblicas hispanoamericanas hablando el mismo idioma que la metrópoli? ¿No sería más realista y más enriquecedor conceder al español el valor que, de hecho, tiene en Cataluña, al margen de las preferencias políticas que cada uno tenga en otros aspectos? Seguir a los líderes independentistas actuales en materia lingüística es precipitarse en lo irracional, en la negación de la realidad: es fomentar el empobrecimiento cultural de un pueblo que debería sentirse orgulloso de beber de dos gramáticas y empeñarse en el cultivo de ambas.
Solo la comprensión de que lo “propio” de Cataluña es hablar libremente tanto el catalán como el castellano podría llevar a un pacto que situara lo lingüístico fuera de la contienda partidista. Pero no parece que ni una cosa ni la otra vayan a suceder en los próximos tiempos.
