Enero, el mes de las cuestas, con alguna que supera a aquellas que configuran esa subida del Puerto de Los Leones, con temperaturas gélidas que hacen aparecer las primeras nieves con mesura. Un paisaje de cuento que emboba a los que observan a través de la ventana y de resignación para los que han de bregar con los inconvenientes que genera el hielo cuando el trabajo no puede realizarse desde casa.
El aire helado cuaja los primeros copos evocando ventiscas pasadas, que con más o menos intensidad dejaron su huella para reivindicar que la estación desnuda se resiste a modificar por completo su pauta, a pesar de que nos queden lejos aquellos años en los que la pala era el único utensilio efectivo para despejar las vías y las entradas de las casas, no sin antes adiestrarse doblando el espinazo para llevar a cabo tal ingrata y severa labor.
Un termómetro que no se atreve a incumplir los pronósticos para San Antón, y muestra sus primeras estampas de abrigo y seriedad. Cerros cubiertos de blanco que subrayan la estación fría en la que nos encontramos, y cascadas heladas con carámbanos que cortan la respiración. Un tiempo de perros donde caen los chuzos de punta sin que esto sea óbice para continuar cuando no queda otro remedio.
Desnudas quedan las tardes que recorrimos sin prisa en manga corta, disfrutando del calor trasnochador que disipaba las horas sin miedo a perderlas. Veranos lejanos, veredas desiertas, caminos helados por los que no conviene transitar. Parados contemplamos este otro panorama, y el increíble contraste climático en las calles y plazas que nos mantiene embelesados. Un comienzo de año en el que hay que afanarse para retomar la rutina después del parón navideño en un mes de enero que obliga a revisar y darle brío a los asuntos pendientes, que quedaron en espera para abordarlos en a lo largo de este frío y lento mes de enero.
Enero es ese mes del que se quiere salir apresuradamente, enfocando expectativas, aventurándose con la incertidumbre que aún queda por delante, permitiéndonos soltar amarras y dejar atrás páginas de un libro que ya pasamos y a las que no volveremos. Con luz tibia y la memoria erguida conseguimos avanzar entre la bruma, destemplados, taciturnos aceptamos que el invierno llega con toda su seña de identidad. Nos consolamos con el tímido crecimiento de los días a partir del solsticio de invierno y hasta el equinoccio de primavera, mientras se fotografía un pueblo solitario que huele a chimenea y a milagro.
Leñeras que van reduciendo sus remesas del otoño, para hacer frente al invierno espinariego, que llega en diferentes entregas y versiones distintas cada año, y así no perder el ciclo de antaño. Inviernos largos e intensos, a los que se encomienda esta parte de la sierra segoviana, para cumplir con las cuatro estaciones y evitar males mayores. Un pueblo avezado y dispuesto con su indumentaria para hacer frente a cualquier temporal, con las dotaciones municipales necesarias, entrenadas en caso de situaciones de colapso y de rescate que la nieve pueda provocar.
Eneros que serán recordados por algunas de sus nevadas más impactantes, de esas que perduraron hasta marzo, silenciosas y sin previo aviso cuando llegaron, se alejan sigilosas hacia el infinito cuando emergen los primeros rayos convincentes, y guiados por el sol que ilumina las noches más oscuras, el invierno se va despojando de su cara más bella, pero también la más estricta y huraña.
