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El júbilo de la esperanza

La Iglesia inaugura hoy el Año Jubilar de la esperanza. Un año para Cristo, «esperanza nuestra» (1 Tim 1,1)

por César Franco
29 de diciembre de 2024
en Opinion
CESAR FRANCO 1
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Tiempos inciertos

Vuelve el sínodo

La Iglesia inaugura hoy el Año Jubilar de la esperanza. Un año para Cristo, «esperanza nuestra» (1 Tim 1,1). Un año para encender, en el corazón de los hombres, velas de esperanza y proclamar que el mal nunca es más fuerte que el bien, que la muerte no triunfa sobre la vida. El jubileo de este año no fomenta un optimismo ingenuo ni alienta deseos que son quimeras. San Agustín dice que «esperanza es creer en lo que no ves: la recompensa de esa fe es acabar viendo aquello en lo que crees».

Al abrirse este Jubileo el día de la Sagrada Familia permite mirar de cerca su misterio. Una virgen escogida para ser madre. Un varón justo que vive a la luz de lo que ven sus ojos. Un niño llamado «Enmanuel», Dios con nosotros. Dios, confiesa la Iglesia, vive en medio de nosotros, en este mundo dramático. Dios no nos pide creer sin signos, esperar sin certezas, amar sin la seguridad de poder hacerlo. El papa Francisco, al convocar este Jubileo, cita a san Agustín y dice: «Nadie, en efecto, vive en cualquier género de vida sin estas tres disposiciones del alma: las de creer, esperar, amar». Sin embargo, la experiencia nos dice que muchos viven sin ellas. Viven en la angustia existencial. Resisten como pueden las embestidas de la desesperación. Sobreviven en un permanente naufragio.

Ya sabía esto el Hijo de Dios cuando vino a la tierra. No era un iluso, un temerario. Cuando se hizo hombre asumió entrar en el «infierno» de una condena que parecía irrevocable. Y se entregó a sí mismo para alumbrar la esperanza que está en él. De ahí que el Papa arranque su bula con la cita de san Pablo: «¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? […] Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,35.37-39).

La misión de la Iglesia es avivar y perpetuar el don de la esperanza que no defrauda. No hay que inventar caminos. La senda está abierta en Jesús que culmina las esperanzas de los pueblos y las santifica con la «absoluta novedad» de su venida en carne, como dice san Ireneo. Vivir unidos a Cristo es la vocación de la Iglesia, y acompañar a los que han perdido la esperanza es la caridad más grande que podamos soñar. Porque si Cristo en la cruz experimentó la sed de aquellos que vivían a la espera del agua, su corazón traspasado nos abre el manantial de la vida. Nos equivocamos, por tanto, cuando convertimos el cristianismo en ideología, en moralinas de diversas tendencias. Moralizar es la excusa para no darse; lanzar eslóganes que parecen fórmulas mágicas es huir de la verdad expresada por san Pablo: nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo.

Vivir, vivir la fe sin reducciones. Enraizarse en el amor hasta el martirio. Esperar contra toda esperanza que en Cristo Dios se ha revelado para hacernos según su imagen. Este es el camino por seguir en el año jubilar y en todo el tiempo que nos separa de la venida de Cristo. En Belén y en Nazaret está la vida y quienes se acercan envueltos en su fragilidad —¿acaso hay un ser humano que no sea frágil? — serán revestidos de la poderosa esperanza que inaugura la presencia encarnada de Dios. Está ahí, ante nuestros ojos, si queremos verlo; si queremos comunicarlo a los demás con tal de hacerlo con el amor que Cristo enciende en nosotros.
——
* Administrador Apostólico de Segovia.

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