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El futuro de nuestros bisabuelos

por David San Juan
1 de abril de 2025
en Tribuna
DAVID SAN JUAN
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El pasado 18 de febrero, El Adelantado publicaba en esta misma sección un artículo de Carlos Arnanz Ruiz que se hacía eco de un curioso y reciente libro: «Ris con chas, un badil para la memoria» (María Hechareni, 2024). En aquél, el autor animaba a leer éste como un canto a la memoria local. Yo me uno a la sugerencia y me atrevo a añadir que se haga con buen humor y ganas de dejarse sorprender. Y es que el volumen —muy bien editado, por cierto— es una jocunda recopilación de palabras y expresiones propias de Santiuste de San Juan Bautista, en la Campiña segoviana. El trabajo, acometido por cuatro santiusteras con mucha sal y un puntito gamberro, va más allá del mero hecho de dejar por escrito los localismos de su pueblo para disfrute de vecinos y forasteros. Es, sobre todo, una reivindicación de un habla popular que va camino de perderse. Y también, yo lo veo así, un oportuno acto de rebeldía ante el galopante empobrecimiento del lenguaje hablado (y escrito, de quien todavía escribe) en estos tiempos de prisas y redes sociales.

Diccionario del Castellano Tradicional.
Diccionario del Castellano Tradicional.

Gran parte del léxico tradicional se está perdiendo. Este hecho indiscutible es, en buena parte, consecuencia del cambio de vida y de intereses de la gente. No podemos obligarnos a hablar igual que nuestros bisabuelos. No podemos pretender que una sociedad cada vez más urbana y tecnificada emplee el mismo vocabulario que otra sustentada en el sector primario y con una red de relaciones sociales y familiares muy distinta de la actual. Claro que no podemos. Pero es una pena. Y una pérdida inmaterial irreparable.

Entre los muchos amigos que viven en mi casa (esos de pastas duras por fuera y alma de papel), hay uno con el que tengo especial complicidad. Algunos de los lectores de estas líneas lo conocerán: es el «Diccionario del Castellano Tradicional», un magnífico trabajo colectivo de la Universidad de Valladolid, editado por Ámbito en 2001, que recoge más de diecisiete mil voces que aún perviven en la comunicación propia del medio rural. O, al menos, en el recuerdo de sus habitantes. Para mí, un libro de consulta imprescindible y un motivo de goce y aprendizaje. Pasando sus hojas, cae uno en la cuenta de la enorme riqueza de nuestro idioma y la originalidad de muchas de sus palabras, en especial las alejadas del castellano estándar y normativo. Y comprueba, como antes avanzaba, que un sinnúmero de estas procede de un mundo agrícola y ganadero ya profundamente transformado y de oficios artesanales variopintos, algunos de ellos desaparecidos y otros en serio trance de hacerlo.

No sé si exagero, pero vivimos en una época de una indigencia expresiva que a veces asusta. Lo malo no es que ello pueda en parte explicarse por el natural desuso de unos términos propios de sectores de actividad distintos de los actuales. Lo desalentador —así lo siento yo— es que los jóvenes emplean un lenguaje cada vez más rudimentario en voces y construcción, trufado de anglicismos reduccionistas que acogen con entusiasmo. Por no hablar de la pobreza de la jerga con que se comunican. La actual es, en buena medida, casi críptica para sus mayores, pero eso no debe preocuparnos: todas las que han sido y serán, participan de esa característica y las modas se encargarán de traer otras y hacer olvidar la presente. Lo preocupante, lo inquietante, es que las diez o doce palabras señeras de su argot constituyen la mitad del vocabulario que emplean en una conversación normal. A poco que hayan pegado la oreja en el autobús algún viernes o sábado por la tarde, sabrán de lo que hablo… De acuerdo, no todos los adolescentes manifiestan una simpleza tan ostensible y es cierto que al ir madurando van creciendo las habilidades comunicativas, pero a veces a uno le da por vaticinar la inminente defunción del castellano entre tanto extranjerismo impertinente y tanta simpleza jergal el día después de que desaparezca el último boomer. Literal.

Bromas y exageraciones aparte, ¿qué hacer con todo ese acervo de palabras tradicionales, con ese caudal de sabiduría que los jóvenes ya no comprenden, ni emplean ni necesitan? De momento, encerrarlo en esas cápsulas del tiempo que son los diccionarios, como el de Ámbito, para que ahí reposen y, al menos, puedan alguna vez ser contempladas por curiosos, nostálgicos o eruditos. Lo mismo que ya hemos hecho con otras muestras de pasados tiempos, que nos hemos encargado de confinar en vitrinas de museos (San Pedro de Gaíllos), recoger en cancioneros (García Matos, Agapito) o apilar en cajas que cada tanto abrimos para montar meritorias exposiciones fotográficas (Rodera-Robles).

Y después, ¿qué? ¿Cabe esperar un nuevo uso para esas voces que ya no la tienen? Más que difícil porque, al menos, las monteras y los manteos pueden lucirse en fechas señaladas, los reboladas tocarse los días de fiesta y las imágenes digitalizarse y hacerse circular por nuestros dispositivos a golpe de clic. Pero, ¿y las palabras? Si no se pronuncian, están muertas, no existen. Como los antiguos molineros orilla de los ríos, que hace tiempo dejaron atrás muelas y rodeznos. Como los lañadores, que un buen día recogieron para siempre sus bolas, tranchas y parahúsos en el cajón del olvido. No pinta bien.

Casualmente, hace muy pocos días El País ha publicado un artículo firmado por Berna González Harbour titulado «Una generación de escritores se rebela contra el lenguaje estándar y recupera la oralidad en su literatura». (El País, 26 de marzo de 2025, sección de Cultura). Algunos autores jóvenes de éxito, efectivamente, están empleando localismos, jergas familiares, incluso idiolectos en sus novelas cuestionando lo normativo. Tampoco es algo nuevo, y quizá no pase de ser una moda editorial, pero al menos es un intento de exhibir el habla popular en la hornacina de la literatura. Otra cosa sería si, lejos de un forzado costumbrismo, algunas de esas palabras formaran parte de las conversaciones habituales a pie de calle con toda naturalidad, habiendo abandonado ese arcón que llamamos tradición oral, del que tan difícil es salir, para volver a vivir entre los labios de los bisnietos de los que las inventaron.

No pinta bien, no. Se pule gazo, que dirían en el Vilorio Sierte. Pero lejos de amurriarse con estos extremos, una esperanza, un consuelo. Una de las dedicatorias de Ris con Chas dice así: «A nuestros padres, presentes en todas las palabras de este libro». Quizá alguien, alguna vez, se acuerde de nosotros cuando en el futuro reflexione sobre el pasado de su idioma. Si así llegare a ser, nosotros también estaremos de alguna manera presentes —y con nosotros, nuestros bisabuelos—, escondidos en las palabras y en el hablar de un castellano que hoy ni siquiera podemos imaginar.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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