La intolerancia, la intransigencia y el radicalismo han matado a Charlie Kirk por debatir y defender su verdad sin complejos; y como al parecer sus adversarios no conseguían una fácil argumentación para discutir con él, su argumento fue un disparo. Este asesinato nos debería hacer reflexionar sobre el fanatismo, esa lacra que se caracteriza por una adhesión ciega a una causa o ideología que puede llevar a las personas a adoptar comportamientos extremos y a menudo perjudiciales.
“Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema.” Esta frase de Winston Churchill, con la agudeza característica de su pensamiento político y retórico, condensa en pocas palabras una de las grandes patologías del pensamiento contemporáneo: la incapacidad para dialogar desde la diferencia y el abandono del ejercicio crítico en favor de una adhesión incondicional a ideas, grupos o doctrinas.
En tiempos marcados por la polarización, la desinformación y la crispación permanente en el espacio público, el fanatismo se erige como uno de los obstáculos más serios para la convivencia democrática. No se trata, por supuesto, de un fenómeno nuevo. El pensamiento dogmático ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes, bajo formas religiosas, ideológicas o identitarias. Sin embargo, en el presente, ha adquirido nuevas formas y canales de expresión, potenciadas por la estructura de las redes sociales.
Churchill no se refería únicamente a los extremismos violentos. El fanático que describe no necesariamente es alguien agresivo en su comportamiento, pero sí en su actitud sobre los fundamentos y métodos del conocimiento científico: no considera la posibilidad de estar equivocado y tampoco concede al otro el derecho de sostener una opinión distinta. Su mundo está construido sobre certezas inamovibles, y cualquier matiz, cualquier crítica o desviación, se interpreta como una amenaza. La frase “no quiere cambiar de tema” ilustra perfectamente cómo el fanático reduce la complejidad del mundo a una única narrativa, repetida hasta el agotamiento.
Desde el punto de vista político y cultural, esto representa un serio desafío. La democracia liberal —como ha sido concebida desde el siglo XVIII— se basa en el reconocimiento del pluralismo, la tolerancia hacia la disidencia y la posibilidad del diálogo racional. El fanatismo, en cambio, mina estos principios, pues no concibe al adversario como interlocutor legítimo, sino como enemigo a derrotar. Su lógica no es deliberativa, sino de confrontación; no busca persuadir, sino imponer.
En una cultura cada vez más con más tintes de sectarismo, el reconocimiento del error se interpreta como una falta de coherencia. Se prefiere la fidelidad ciega a la evolución reflexiva y esta actitud se ve exacerbada por dinámicas propias de nuestro tiempo. Miles de estímulos diarios han convertido la provocación y la indignación, en herramientas eficaces para captar adeptos. Las plataformas digitales ofrecen espacios donde los individuos pueden rodearse exclusivamente de quienes piensan igual. De este modo, se generan cámaras de eco donde la discrepancia desaparece y se refuerzan las certezas previas, lo que a su vez facilita la radicalización.
Asimismo, la incertidumbre generalizada en el plano económico, social y cultural — producto de fenómenos como la globalización, las crisis migratorias, el cambio climático o la automatización— hace que muchas personas busquen refugio en discursos que prometen orden, sentido y pertenencia. El fanatismo, en este contexto, funciona como una respuesta emocional a la ansiedad contemporánea. Ofrece explicaciones simples para problemas complejos y otorga una sensación de pertenencia a comunidades cerradas. Y es importante destacar que el fanatismo no es exclusivo de ningún grupo o ideología en particular, porque puede ser alimentado por una variedad de factores, como la inseguridad, la falta de educación o la exclusión social.
Ahora bien, ¿cómo podemos enfrentar esta tendencia sin caer en la misma lógica excluyente que criticamos? En primer lugar, es imprescindible reivindicar el valor del pensamiento crítico. Esto implica educar —desde los niveles más tempranos— en la capacidad de cuestionar supuestos, de dialogar con el otro, de revisar nuestras propias ideas. También significa fomentar una cultura del error y de la revisión, en la que cambiar de opinión no sea motivo de descrédito, sino prueba de honestidad intelectual. Sócrates, por ejemplo, buscaba estimular el pensamiento crítico y la reflexión de sus discípulos a través de preguntas y dudas.
En segundo lugar, debemos revalorizar el espacio público como lugar de encuentro entre diferentes, y no como campo de batalla simbólica. Esto requiere tanto una ciudadanía dispuesta al diálogo como medios de comunicación y plataformas digitales que prioricen la complejidad por encima del impacto. El periodismo, en particular, tiene un papel fundamental en la promoción de una conversación pública informada, diversa y pluralista.
Por último, es necesario asumir que todos, en mayor o menor medida, estamos expuestos al fanatismo. Ninguno de nosotros está exento de caer en la comodidad de las certezas absolutas, de rechazar lo que no entendemos o de repetir sin matices lo que coincide con nuestras creencias. El antídoto, en este caso, no es la condena del otro, sino la vigilancia de uno mismo. La humildad, el saber que no lo sabemos todo, es una virtud indispensable en tiempos donde la arrogancia ideológica se disfraza de autenticidad.
Churchill, con su frase, no solo caricaturizaba al fanático. También nos advertía sobre una tentación permanente del ser humano: la de refugiarse en la seguridad del dogma y rehuir el desafío del diálogo. Recuperar el valor de la conversación, del pensamiento complejo y del desacuerdo respetuoso no es una tarea fácil, pero sí urgente. Porque, como bien lo demuestra la historia, los fanatismos no solo empobrecen el pensamiento: también pueden destruir las sociedades que los albergan.
