Cuando éramos pequeños nos costaba responder a la eterna pregunta: “¿A quién quieres más, a papá o a mamá?”. Luego, el asunto se complicaba al introducirse en aguas más profundas: “¿Si solo tuvieras una cuerda, a quién sacarías de un pozo, a fulanita o a menganita?”. A lo largo de la vida se ha evidenciado –tantas veces- una curiosa paradoja: cuanto más rica es nuestra existencia más arrostramos la obligación de decidir, de optar entre distintas posibilidades. Lo que no siempre es agradable. Ni fácil. El ser humano, salvo casos puntuales, no puede elegir lo que le pasa, a lo que se enfrenta, pero sí puede decidir el modo de enfrentarse a lo que le pasa. Y, como se decía, no siempre es cómoda la decisión. Por ello, la mayoría de nuestros actos se rige por la costumbre, por automatismos que nos evitan la en ocasiones molesta obligación de la opción. Pero no siempre es posible esto. Y entonces atenaza el riesgo, la necesidad de poner en una balanza los distintos intereses en juego y las consecuencias posibles de nuestro comportamiento.
El asunto lleva coleando en la humanidad dos milenios y medio. Ya lo planteó Aristóteles poniendo como ejemplo las tribulaciones de un capitán de barco. Un navío lleva una estratégica carga de un puerto a otro. Le sorprende una tormenta en medio de la travesía. Parece que va a zozobrar, acuciado por el peso de la mercancía. El capitán se plantea desprenderse de ella y así salvar la vida de los tripulantes; o tirar parte de la carga y asumir un riesgo relativo; o no tirar nada, cumplir con el objeto del viaje pero poner en riesgo sumo a la totalidad de la tripulación y la propia carga. ¿Qué hacer? Tome la decisión que tome la querrá tomar pero a la vez no la querrá tomar, porque lo que verdaderamente desea es llegar a puerto. Pero las circunstancias le imponen esa tesitura, y debe optar entre distintas posibilidades.
La relevancia y reiteración de los casos ha elevado al diccionario de la RAE una nueva palabra: triaje
Al inicio de la maldita pandemia, muchos de nuestros sanitarios se han enfrentado a semejante dilema. Un solo respirador libre; una sola ambulancia; una sala cama UCI. A quién se da prioridad en el tratamiento, ¿a un anciano de 90 años, más expuesto, más necesitado, o a un enfermo de 50, con inmunidad más resistente pero con mayor expectativa de vida? El asunto, moralmente, se las trae. Tengo mi opinión. Como la tendrán ustedes. Pero la más respetable moralmente es la de quien se ve forzado, preso de la circunstancia, a decidir. La relevancia y reiteración de los casos ha elevado al diccionario de la RAE una nueva palabra: triaje.
El asunto se complica más cuando concurren bienes de no similar relevancia. He puesto el ejemplo de dos vidas a salvar en el que la diferencia estribaba en la expectativa vital, pero no en la naturaleza del bien. Pero han concurrido en la maldita pandemia otros bienes en juego junto con la vida: la salud, el trabajo, la libertad. Y muchas veces entrando en conflicto entre ellos. No sé si ha llegado ya la hora de realizar un debate sereno, pero lo que evidencio es que cuando se ha dado han concurrido mucha demagogia, politiquería barata, ventajismo o gazmoñería a la hora de enfrentarse a la cuestión. Un debate como este debería quedar exclusivamente sometido a criterios éticos, entendida la ética como la reflexión sobre modos convenientes de comportamiento. Cualquier decisión debe conllevar una libertad reflexiva, sabiendo y asumiendo las consecuencias de la opción después de calibrar los distintos bienes en juego. Todo lo contrario al dejarse llevar, al rédito inmediato, al estereotipo convencional, a lo políticamente correcto.
Los jóvenes, decía, tenían que sacrificar su cotidianidad, sus años de vida, para ofrecérselos a quienes ya sobrepasaban la expectativa vital
Cuando el confinamiento era general en Europa, me impactó un artículo publicado en un periódico francés. Se titulaba: ‘Vidas prolongadas contra vidas desperdiciadas: el verdadero dilema de la lucha anti-Covid‘. El autor, Gaspard Koening, muy en la línea provocativa de los jóvenes filósofos, realizaba algunas afirmaciones tan escandalosas como ricas para un debate moral: Años ganados a la muerte contra años perdidos en la vida: son esos términos los que deberían conducir el debate sobre el confinamiento, proponía. Eran fechas en las que la edad media de las víctimas en Francia alcanzaba los 85 años, ligeramente superior a la media vital. Los jóvenes, decía, tenían que sacrificar su cotidianidad, sus años de vida, para ofrecérselos a quienes ya sobrepasaban la expectativa vital. Entre 1968 y 1970 la gripe de Hong-Kong produjo un millón de muertos y nada se paralizó. Fue el año del medio millón de jóvenes en Woodstock. La juventud era entonces la reina del mambo: el amor libre, la contracultura. Hoy las cosas han cambio. Probablemente para bien. Solo lo apunto.
Tras el triaje, la decisión de confinamiento y las restricciones, llegaron las vacunas. Primero a los mayores antes que al personal de riesgo por su trabajo. Decisiones de calado moral. Difíciles. No sé qué hizo el capitán del barco del ejemplo aristotélico. No me gustaría haber estado en su pellejo. No me gustaría haber estado en el pellejo de médicos, dirigentes sanitarios o autoridades administrativas. Solo me reafirmo en la complejidad ética del debate. Y en la necesidad de una reflexión serena, sin apriorismos ni estereotipos, sin intereses espurios ni ventajismo político.
