Aun luce el sol en Logroño en aquella tarde del verano del 4 de agosto de 2020. Son alrededor de las ocho y en el domicilio del anciano acaban de tomar la cena él y su cuidador. El anciano tiene 82 años y está parcialmente impedido, necesita una silla de ruedas para desplazase por la casa. El cuidador le acerca la medicación habitual, Noctamid, un medicamento del grupo de los hipnóticos que favorece el sueño, y le administra una dosis anormalmente alta que le provoca una somnolencia casi inmediata y lo deja semiinconsciente, con las defensas anuladas.
Acto seguido, el cuidador toma un frasco de un desatascador que había comprado esa misma mañana en una tienda de fontanería, y le obliga a ingerir un trago del líquido en cuya etiqueta se lee que contiene ácido sulfúrico. El anciano no puede reaccionar, no puede responder con el acto instintivo de escupir o vomitar el líquido corrosivo.
Pero el hombre no se moría con la premura que esperaba su cuidador. Éste, impaciente porque creería que el desenlace se produciría en un corto espacio de tiempo, se decide finalmente a llamar, a la 1:45 horas, a los servicios de emergencia. Tras abrirles la puerta para que se hicieran cargo del anciano, explica a los sanitarios que éste ha intentado suicidarse y les entrega una carta de despedida supuestamente escrita por él. El anciano es trasladado de urgencia al hospital de San Pedro de la capital riojana donde nada se puede hacer para salvarle la vida. Fallece a las 7, 50 horas. Una muerte más en los días aciagos en que el Covid arrebataba vidas, sobre todo de los más vulnerables, las personas de edad avanzada.

EXCESO DE CONFIANZA
A.V.M., un inmigrante rumano que llevaba en España cerca de veinte años, había conocido a J.V.L., el anciano de 82 años, apenas unos meses antes de envenenarlo. El alquiler de una plaza de garaje y un trastero de su propiedad les puso en contacto. Entablaron una cierta amistad y, en los meses de confinamiento, el rumano se mostró solícito con el anciano prestándose a hacerle la compra. De ahí pasaría a convertirse en su asistente personal y a ganarse poco a poco su confianza.
En el mes de julio el anciano sufrió un ictus por lo que estuvo ingresado entre el 11 y el 14 de ese mes. Tras el alta del hospital, el rumano pasó ya a pernoctar en el domicilio para ocuparse las 24 horas de un hombre que necesitaba una atención permanente y que además estaba soltero, vivía solo, y con cuya familia más cercana, dos sobrinos, apenas tenía relación.
Tres días después de salir del hospital, el cuidador y el anciano acudieron a una Notaría. El anciano firmaba nuevo testamento declarando heredero universal de sus bienes al rumano, con la obligación de éste de prestarle ayuda y asistencia hasta el día de su muerte. El testamento revocaba otro anterior por el que instituía como herederos a sus sobrinos a partes iguales.
El cuidador, sospechoso del asesinato del anciano, fue detenido unos días después de los hechos y puesto en libertad posteriormente con la obligación de presentarse en el juzgado dos veces a la semana y la prohibición de abandonar territorio nacional.
UN RELATO INCONSISTENTE
El 4 de marzo pasado se inició el juicio en la Audiencia Provincial de La Rioja con tribunal de jurado, con el cuidador rumano, A.V.M., de 46 años, en calidad de acusado por asesinato con alevosía, para quien el fiscal pedía una pena de 23 años de prisión, l0 más de libertad vigilada, y 300.000 euros de indemnización para los herederos del anciano.
El cuidador rumano se declaró inocente de todos los cargos. En su testimonio se le oyeron frases exculpatorias: “Nunca jamás en mi vida le pedí la herencia o cambiar el testamento”; “Ni siquiera sabía que había un testamento anterior”; “No toqué sus pastillas, no lo hacía nunca”. Y un relato de los hechos poco convincente: según él, la noche de autos estaba durmiendo y se despertó al escuchar un ruido. Se dirigió al salón y vio al anciano recostado en el sofá y sobre la mesita el frasco de desatascador abierto. Fue entonces cuando llamó a emergencias. Se trataba de un suicidio y así lo demostraba la carta de despedida del anciano. En base a este relato su defensa pidió la absolución.
Pero las pruebas no le acompañaban en su declaración de inocencia. El fiscal pudo demostrar sin dificultad que su relato de los hechos carecía de consistencia. En primer lugar la autopsia reveló que a la víctima se le había suministrado una dosis de Noctamid “en cantidad ligeramente superior al rango terapéutico” de manera que, tras provocarle somnolencia y anular sus defensas, después de hacerle ingerir el líquido corrosivo, no pudo reaccionar expulsándolo como un reflejo natural, como lo demostraba el hecho de que no tuviera llagas ni quemaduras en la boca.
El producto desatascador le provocó, como reveló la autopsia, una perforación gástrica que derivaría en un fallo multiorgánico, ya que parte del líquido ingerido pasó de la vía digestiva a las vías respiratorias extendiéndose el daño con resultado de muerte.
Por otra parte, la fiscalía llamó la atención hacia el hecho de que el frasco del desatascador, cuando llegaron los sanitarios, estaba cerrado y fuera del alcance de la víctima, lo que desmontaba la teoría del suicidio puesto que el anciano, tras ingerir el líquido, no estaba capacitado para cerrar el frasco que tenía un tapón de seguridad y más con su problema de movilidad.
En cuanto a la carta de despedida que el acusado había aportado como prueba de suicidio, la redacción, “por su sintaxis y preposiciones”, no se correspondía con la propia de una persona castellanoparlante ni con la forma habitual en que se expresaba el anciano, según relató uno de sus sobrinos. Y la carta iba dirigida a familiares con los que no tenía relación, circunstancia que el jurado estimó absurda. Es decir, había sido redactada por su cuidador rumano.
Otras pruebas aportadas en el juicio, además de la determinante como era el testamento firmado apenas veinte días antes del fallecimiento del anciano, revelador del interés económico por parte de su cuidador, fueron las fotos que aparecieron en su móvil de documentos y cuentas del fallecido cuya existencia el acusado no pudo justificar.
SENTENCIADO
El jurado declaró culpable por unanimidad al cuidador rumano. La sentencia del presidente del tribunal recogió la calificación de asesinato con alevosía, y dictó una condena de 22 años de prisión y 10 años más de libertad vigilada. No estimó la indemnización de 300.000 euros para los herederos del anciano como pedía la fiscalía, y dejó sin efecto el testamento que legaba sus bienes a su envenenador.
Días después ordenaba el ingreso en prisión del condenado, que permanecía en libertad hasta entonces. El juez consideró que una pena tan elevada “intensifica, objetivamente, el estímulo para que un acusado pueda sustraerse a la acción de la justicia”. Su abogado ha anunciado su intención de recurrir la sentencia, pero el rumano no tiene ningún arraigo familiar en España. De momento, permanecerá custodiado en el Centro Penitenciario de Logroño.
