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El corazón de un mundo sin corazón

por Jesús A. Marcos Carcedo
4 de enero de 2022
JESUS A. MARCOS CARCEDO
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¡Oye tú, no te acerques demasiado! (Recordando a Jorge Ilegal)

CARA Y CRUZ EN EL DEPORTE SEGOVIANO

Salvemos nuestro patrimonio en riesgo de ruina

La Navidad es, seguramente, el mejor ejemplo del retroceso del sentido religioso de las fiestas. El cristianismo sustituyó las anteriores celebraciones del solsticio de invierno por otras nuevas, pero tanto aquéllas como éstas poseían un carácter religioso. En cambio, ahora, no hay relevo religioso, sino abandono de la fe anterior e inmersión en festejos de diversión, de euforia y de consumo, sin trascendencia con la que conectarlos porque la felicidad está sólo en el más acá, en la proximidad de lo material.

Pero, realmente, ¿son estas fiestas nuestras más atractivas que aquellas de antes? Me parece que no. Antes, las celebraciones dotaban de cohesión cultural a las sociedades. La gente se identificaba con los relatos religiosos que se invocaban en cada una de ellas y los llenaba de vida. Y todo ese esplendor de la evocación de lo sagrado producía un agradable estado de ánimo. No es verdad, como dicen algunos, que en las religiones no haya lugar para la alegría —aunque sí sea cierto que hay en ellas una tendencia a recrearse en ciertas amarguras—. En la que nos toca a nosotros, la cristiana, las fiestas, desde la del domingo hasta las que jalonan los tiempos litúrgicos, iban acompañadas de importantes dosis de regocijo, de ocio y de entretenimiento, vinculados al propio desarrollo de los rituales. Pero, además y sin que fuera incompatible con lo lúdico, la fiesta tradicional incorporaba un poderoso componente emocional del que hoy en día no queremos saber nada: a su manera, representaba y daba sentido al sufrimiento que acompaña a la vida.

Lo verdaderamente propio de nuestra época es la crédula afirmación de que vivimos sólo para ser felices

Incluso la Navidad, de sosegada apariencia, emergía del fondo de ese antagonismo esencial. Dios bajaba al mundo, pero lo hacía para conocer la pobreza, la persecución y la huida. El radiante niño de Belén era solo unos días antídoto de la ubicua amargura: cualquiera reconocía en él la ilusión que produce la llegada de los propios hijos, con esa sensación de que, con ellos, la vida se hace algo más soportable y hermosa. Por el contrario, nosotros creemos poco en el sufrimiento y la privación. Aunque los mencionemos, lo hacemos por mero afán manipulador, para doblegar a nuestros oponentes a base de culpabilizarlos por el daño que nos causan. Lo verdaderamente propio de nuestra época es la crédula afirmación de que vivimos sólo para ser felices y de que la única recompensa real es la que se nos puede ofrecer a través del dinero. Nuestro Portal de Belén es una gran superficie comercial a la que ofrecemos nuestro esfuerzo para que ella, a cambio, nos devuelva los objetos de consumo que nos atrapan.

Una de las cosas más bellas que se han dicho sobre la religión procede, paradójicamente, de un gran descreído, Karl Marx. La religión, escribió, es el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de un mundo del que ha huido el espíritu. Tenía él la vista puesta en las miserias de la economía y de la explotación del hombre por el hombre y, por eso, la frase concluye con la afirmación, más conocida, de que la religión es el opio del pueblo. Pero, más allá de las penurias sociales, las adversidades y los duelos son compañeros ineludibles de la existencia humana. Como nos recuerda ahora la Covid-19, la propia naturaleza de la vida nos mantiene expuestos a la pérdida, a la destrucción y a la desesperanza. Y ahí, en ese mundo sin corazón y contra él y contra toda evidencia, la religión alza el templo en el que la fragilidad humana busca un ámbito de cálida protección.

Retrocede la religión popular porque retrocede la idea de que debamos hacernos cargo del lado penoso de la vida. No la necesitamos porque nos negamos a ver la falta de cordialidad del mundo, envueltos en la burbuja del consumo. Pero los dichosos virus nos están devolviendo al desamparo. Lo habíamos olvidado, pero está de nuevo ahí. Y, como Marx, incluso aunque no se crea, debiéramos atender al valor de ese afecto protector que la religión ofrece. La nuestra, la de nuestro ámbito cultural, hizo de la Navidad una hermosa y acogedora representación de lo que el corazón añora, pero de cuyo sentido estamos cada vez más lejos.

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