Ando dando vueltas por los trasteros que me rodean, armarios, cajas y cajones llenos de libros y recuerdos. Quizá sería mejor olvidarlos y en parte es así. Están dispersos, pero los álbumes de vinilo están agrupados. Quizá algún día me decida a llevarlos a algún mercadillo o feria del disco. No sé si merece la pena que siga guardando todos esos pingos. Además, quizá eso ya no le interesa a nadie. Son reliquias.
No sé silbar pero lo intento con una melodía de antaño. Yo era joven y buscaba un maestro. Siempre buscando maestros, una manera de vivir, saber cómo vivir.
Varios alumnos llevan a hombros a su profesor en la portada de un disco. Es la banda sonora de “El club de los poetas muertos”. El álbum indica que la música es de Maurice Jarre y también incluye el “Himno a la alegría” de Beethoven.

¡Sí! ¡Sí! Lo recuerdo bien. Esa película tengo que verla siempre. Los causantes de todo fueron el profesor Keating (Robin Williams) y su tropa de alumnos, de un pequeño grupo de ellos. Causante de todo fue el “Aprovecha el momento”, el “Carpe diem”. ¡Qué nostalgia de aquellos tiempos y de aquel cine! Siento orgullo de no haberme convertido en uno de aquellos cínicos del colegio, de seguir entregado incondicionalmente a la película. Cada vez deseo los versos con mayor ahínco. Quiero darles caza, tenerlos presentes.
Decidí que seguiría para siempre el rastro de aquel cineasta que firmaba la película, un tal Peter Weir. ¿Quién sería? ¿Era también uno de esos chavales o quizá Keating? Iba a descubrir que era todos ellos.
Ahora son muchos años esperando una nueva película de Weir que no llega. Con diecisiete años no podía imaginar el poder del cine. Lo que más quería era volver a ver “El club de los poetas muertos”, conocer a sus protagonistas, saber por qué actuaban del modo en el que lo hacían. Quería también entender bien el final de la historia, sin juzgarlo a la ligera, empaparme en la trascendental música de Maurice Jarre, el arma secreta.
Palpo el disco de vinilo y sonrío. Vuelve Kavafis: “Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire/ oscuras ruinas de mi vida veo aquí,/ donde tantos años pasé y destruí y perdí”.

Oscuras ruinas, sí. Dice Weir: “Hacer una película como un combate permanente”. ¿Encontraría mi capitán o capitanes? Penosamente no fue pronto. Y yo fui un alumno horrible, incapaz de averiguar las señales en el camino. Pero tengo mi maltrecha memoria, mis cines queridos, a los que no les digo adiós. No supero el duelo.
Los poetas muertos, como Kavafis en “Melancolía de Jason…” : “A ti recurro/ Arte de la Poesía, pues algo sabes de remedios:/ tentativas de envolver el dolor en la Imaginación y la Palabra”.
¡Valentía! ¡Valentía! “La poesía nos mantiene vivos”, dice Keating.
Son las ganas de vivir de los poetas muertos y me viene de repente a la cabeza una escena de “Único testigo”, la película de Weir con Harrison Ford y Kelly McGillis, un tesoro entretenido y que provoca el pensamiento, como siempre hace su cine. Siempre nos hace pensar, y se fija en el pueblo detenido en el tiempo, en las emociones hondas que no salen a la luz. Harrison Ford y Kelly McGillis bailan una pegadiza canción de Sam Cooke. Ellos bailan. ¡Cuidado, pareja! Los villanos están más cerca de lo que pensáis. Quizá están por todas partes. Y “Único testigo” no envejece. Eso es lo que sucede cuando el cine de Weir es el mejor. Piedras preciosas.
En su vejez Weir viaja, le otorgan distinciones, homenajes y retrospectivas. En una visita a Madrid, en 2019, reflexiona sobre su carrera: “Recuerdo una conversación en Venecia con Fred Zinnemann sobre su cine clásico. Él me comentó que creía que yo era uno de los suyos. Me sentí halagado. Me siento muy cerca del Hollywood de los años treinta, de gente como William Wyler. Si tuviera un superpoder no dudaria en trasladarme en el tiempo a esa época o incluso más atrás, al cine mudo. Me gustaría haber asistido a ese momento en el que el cine se volvió sonoro”.
¿De dónde viene la emoción? Mientras escribo estas líneas pienso que mi palabra, la que elegiría para calificar el cine de Peter Weir es “emoción”, y de ahí surge lo que yo he llamado cine de piedras preciosas. No pueden surgir esas piedras de otro lugar que no sea la emoción.
La emoción es misterio permanente en “Picnic en Hanging Rock”. ¿Era esta película del mismo cineasta? No era posible. Y tampoco parecía posible que la emoción surgiera de Mel Gibson corriendo como un guepardo en “Gallipoli”. ¡Qué maravilla! Y la emoción eran Mel Gibson y Sigourney Weaver bajo la lluvia en “El año que vivimos peligrosamente”. La emoción es, en presente, porque el cine transcurre en presente, ver al hombre auténtico, Truman, buscando escapar de su prisión de “El show de Truman”.

¿Qué sucede en el cine en esa circunstancia, en esa flecha? Peter Weir lo ha llamado “impulso”: “Creo que no sólo me pasa a mí, también le pasa a otra gente, que cuando hago una película estoy como en una especie de trance”.
Y nada llega al trance, posiblemente, como la música. Como aquella música en el cine de los pioneros: “(…) En mis películas la música va flotando, subiendo o bajando en determinadas escenas. Me inspiré para ello en el cine mudo, cuando había una banda sonora acompañando las escenas sin diálogos y donde la música aparecía o enmudecía puntuando una acción o una emoción. Hay que saber cuándo ponerla y cuándo cortarla. He tratado siempre de hacer lo mismo, puntuando con la música”.
Eso define un particular itinerario de su cine. Si no te das cuenta del cineasta, hay algo de él muy personal, una “emoción”, por repetir la palabra. Él se vale de Sam Cooke en “Único testigo”, de Vangelis en “El año que vivimos peligrosamente”.
Gerard Depardieu y Andie McDowell están puntuados por Enya en la carrera de “Matrimonio de conveniencia”. U2 trasciende en el clímax de Jeff Bridges y Rosie Perez en “Sin miedo a la vida”. Wojciech Kilar acompaña a Jim Carrey en “El show de Truman”.
Quizá es también esto lo que me interesa de sus historias. Buscar el trance. Yo lo busco como espectador, quizá influenciado por el espectador que yo era hace muchos años. Por eso escribo sobre Weir antes que sobre otros cineastas. Lo conozco bien. O él me conoce bien a mí.
El cine de Weir es el de jóvenes carne de cañón de “Gallipoli”. Él se interesa por ellos, quiere sacarlos del olvido, quiere “hacerles justicia”, provocar a nuestro pensamiento. ¿Estamos cerca o lejos de ellos? Hay mundos lejanos, aparentemente infranqueables en “Matrimonio de conveniencia” o en “Único testigo”. Los protagonistas están fuera de sus respectivos planetas, torpes, perdidos. Ahí está un Harrison Ford que arrastra a su familia a una aventura idealista, construyendo una máquina de hielo en plena jungla. Es “La costa de los mosquitos”: el ideal frente a la realidad, de nuevo lo infranqueable.
Peter Weir no es Scorsese, Spielberg, Wyler o Kubrick. Es un cineasta escondido, un nombre anónimo. Me gusta escribir sobre él, invitar al cinéfilo, al lector, buscador de su filmografía. Weir: “A veces siento que voy a repetirme… Soy un poco como una mina dilapidada en la que se tiene que excavar cada vez más profundo para encontrar la plata”.
A mí me sucede lo mismo con estos escritos de cine. Absolutamente. Cada vez se acentúa más la sensación de repetirme, la necesidad de excavar más hondo para encontrar mineral.

Dice Weir: “Me cautivan las cosas que nunca he visto con anterioridad, las cosas que creo que puedo crear de forma inédita y me lleva mucho tiempo encontrar algo así. Sólo soy un artesano siguiendo mi senda de contar historias”.
¡Cine para el Clavo! Necesario para mi Cine del Clavo Ardiendo. ¿Cómo podría dejarlo de lado? ¡Qué sus películas no sean viejas para mí! Tenerlas presentes en todo momento. Las películas son voces. Son mi cine querido. Quiero escucharlas y verlas en mi pequeño cine de dos butacas; quiero programarlas repetidas muchas veces, porque esas películas no son simplemente cine. Esas películas son mi vida. No exagero. Es así de sencillo.
En los viejos cines estoy sonámbulo. Los espectadores vagan angustiados porque no recuerdo sus nombres. Las películas me susurran: son minerales. Escribo estos breves escritos a mano, los clavileños del inadaptado, ausente. Esa es mi certeza.
Recuerdo los viejos cines con el oráculo Weir. Sigo ese camino y cierro los ojos para llegar al viejo cine, al estreno de “Matrimonio de conveniencia” (“Green card”). Me molesta ese título cantamañanas. Me fijo en Depardieu: es un placer, una naturalidad trabajando y Hans Zimmer puntúa a Andie McDowell.
Voy al cine solo. Siempre solo, aquellos años. Y salgo directo a comprar la banda sonora de “Matrimonio de conveniencia”. Aquí cerca la sigo teniendo. Aún no han desaparecido los discos compactos. Podría volver a escucharla. Quizá lo haga.
Intento dar respuestas pero sólo encuentro más preguntas en “Picnic en Hanging Rock” o “La última ola”. “The plumber”, que me presta un viejo compañero y poeta desaparecido, Sergio Algora, me inquieta, me pone nervioso. Algora se ríe del fontanero. Conoce bien al Weir joven.
Sigo convenciéndome de que un cineasta puede no ser simplemente un mercader. Puede ser un amigo con el que entablar conversación.
Y ahí estoy en 1993, con veintiún años. Una película de un accidente terrible, una tragedia, el sinsentido que a todos nos amenaza. Jeff Bridges es el buen samaritano, que salva viajeros, que sale con apenas alguna pequeña herida. “Sin miedo a la vida” (“Fearless”). Me inquietaba ese título. Jeff Bridges se entusiasma y escucha a los Gipsy Kings mientras conduce a gran velocidad. Bridges, en el que quizá es su mejor papel, se siente invulnerable, cambia la relación con los suyos. Si la tragedia era el absurdo, no es menos absurdo el mundo en el que vivir. ¿Cómo vivir?
Me doy cuenta de que yo también intento vivir sin miedo a la vida. Es difícil.
Jeff Bridges está extraordinario, al igual que antes que él lo estuvieron aquellos que trabajaron con Weir: Robin Williams o Mel Gibson o Harrison Ford o Helen Mirren o Sigourney Weaver. ¿Cómo puede este actor u otro trabajar tan bien? ¿Es por el material con el que trabaja? ¿Es cosa de Weir? A Jim Carrey le da su oportunidad en “El show de Truman”, quizá su película más popular, una película sobre la libertad, la curiosidad del hombre, las preguntas que cada uno de nosotros hemos de hacernos a nosotros mismos. No perdamos nunca la curiosidad ni la importancia de la libertad.
Para muchos la mejor película de Weir es “Master and commander”. El viaje al otro lado del mundo, con un villano implacable, que se aparece como un fantasma. Russell Crowe tiene el empeño de derrotarlo. Pura Aventura. Ese villano puede echarnos a pique en cualquier momento, pero a veces hay nieblas para esconderse. Y la tripulación ha de estar unida y el médico observa todo. ¡A los cañones!
Weir hace un cine sin vueltas, directo, las películas de un viajero de las relaciones, de viajes por los Siete Mares o por toda Asia.
¿Será “Camino a la libertad” (“The way back”) su última película? Yo ya no erá ningún adolescente cuando la ví, pero seguí vibrando. ¡Qué maravilla de sensaciones! ¡Otra piedra preciosa! Qué alegría sentía. Ese cine era estar vivo, sentirse vivo. Es la huída de nuestro absurdo cotidiano, de la enfermedad. Aquí los protagonistas huyen de un gulag soviético. Jim Sturgess, Ed Harris, Colin Farrell se embarcan. ¡Qué trabajos!
Las dudas… ¿Y si el Viaje no tiene sentido? ¿Y si los compañeros me fallan?
Hay viejos cines en los que viví que ya no alcanzo con mi brazo. No sé si el viejo profesor Keating de los poetas muertos me aprobaría el examen. Pero he hecho todo lo posible con mis carencias y mi desmemoria. Si describiera mi silueta, sería la de un lunático. Me embarcaría sin dudarlo en el Surprise, armado de lápices, pensando en algún tipo de heroísmo.
