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El Cielo tiene que ser otra cosa

por Redacción
8 de mayo de 2019
en Opinion, Tribuna
JULIO MONTERO
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A Flannery O´Connor se le removían las entrañas porque no conseguía meter el cielo de manera realista en sus relatos. Sin embargo no tenía problemas, decía, para referirse con verosimilitud al infierno. Se consolaba con la idea de que el infierno se parece mas a la tierra. No es difícil imaginarse las torturas de los condenados (ya hasta lo hace una serie de televisión, Lucifer); pero las almas flotando con una música ambiente de hilo musical (y lo peor de todo: eterno) en tonos blancos y dorados, hay que reconocer que tiene poco atractivo, y mucho menos en los tiempos de acción que corren hoy.

Es verdad, el infierno está muy cerca: basta con acudir a una reunión de comunidad de propietarios: agravios comparativos, improperios, juicios sobre la intención, siempre perversa, del que opina que es mejor un portero automático con video incorporado que uno físico. Y lo peor de todo: el lento paso de las horas sin avanzar en nada de lo importante.

Sí; probablemente nuestro infierno más cercano sea la percepción de que aquello podría alargarse y alargarse. La eternidad en las calderas de Pedro Botero es lenta. Un cocerse a fuego pausado, pero creciente. Con la certeza de que aquello irá inexorablemente a peor y que no terminará.

La eternidad, común al cielo y al infierno, se la ha apropiado este último. Hoy está asociada a pasarlo mal sin esperanza de mejora. Y de eso sí que tenemos experiencia. Porque hay mucha gente que al comparar sus aspiraciones con sus posibilidades de conseguirlas se siente humillada, agredida y sin posibilidades. Ese pasarlo mal y sin esperanza se parece mucho al infierno. Al menos es fácil percibirlo así… y contarlo del mismo modo.

Esos infiernos personales tienen formas muy variadas. Por eso dan para argumentos de novelas, películas y series. Nuestros avernos propios son muy diversos: desde que nos falta la marca favorita de helados de chocolate, hasta la pérdida de nuestra familia entera en un accidente provocado por nuestra estupidez. El dolor, el sentimiento de culpa, la impotencia para conseguir lo que nos parece merecer, solo tienen medida personal: no hay un doloriómetro para comparar (bueno, había uno en La Princesa Prometida, pero se rompió).

Quizá uno de los motivos de la falta de fe del personal sea que el cielo no es atractivo. Los creyentes no hemos logrado pintarlo bien. Para mí, lo que mejor dibujaría el cielo como experiencia vital sería la contemplación. No me refiero a cualquier tipo de contemplación, por ejemplo de un paisaje, o de un cuadro. Acudo con cierta frecuencia al Prado y suelo ver los mismos cuadros (por ciclos) desde hace años. Y mis acompañantes miran, no contemplan. Les mata la prisa por ver y a mí me interesa mirar bien, que es lento. Y no te digo de paisajes: el tiempo justo para hacer las fotos con el móvil.

Pero la contemplación que, en mi opinión, podría servir de modesto paralelismo de experiencia celestial sería la de las madres cuando miran extasiadas a sus hijos dormidos. Las vecinas (incluso las mas pesadas en aquellos edificios de convivencias forzadas de antes) lo respetaban y comentaban: ¡cómo le contempla!

Y probablemente lo adecuado del paralelismo sea precisamente ese paso del tiempo sin notarlo; eso lo haría una experiencia comparable de algún modo a la de eternidad. Algo que no es un simple detenerse el tiempo, sino un no percibir ni sus límites, ni sus limitaciones. Pero este sentir es sólo la consecuencia de la contemplación, no su causa. Lo que hace posible que nos entre, de vez en cuando, la eternidad por la ventana es el cariño, el afecto, la ternura, que la madre siente por su hijo. Y diría amor, que sería lo más correcto, si esta palabra no la hubiera secuestrado ya el mester de progresía, que la ha enjaulado en el parque temático destinado a los descerebrados que la confunden con la gimnasia sexual.

Ver las cosas buenas (un hijo, una obra de arte) con afecto, ternura, cercanía, admiración, posibilita la contemplación. Un disfrute silencioso (y personal e intransferible, como el dolor) en el que el tiempo deja de tener importancia. Pero esta experiencia requiere atención y tranquilidad. Por eso la prisa es la peor tentación contra la esperanza: impide imaginarse el cielo.
—
(*) Catedrático de Universidad.

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