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El café de la estación de autobuses de Segovia

por Sergio Plaza Cerezo
29 de mayo de 2022
SERGIO PLAZA CEREZO
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El Ayuntamiento pretende traficar con la Estación de Autobuses

Las tragaderas

Mis queridos párrocos rurales

Los bares y cafés de estación han preservado un halo mítico. Hubo tiempos en que atraían al público noctámbulo de las capitales de provincia, desde su horario de cierre más tardío. En cierta ocasión, me llevaron al local vitoriano de turno durante las fiestas de la Virgen Blanca. En postal de Segovia escrita en los años cincuenta, un forastero aludía a su partida en el “Shanghai”.

¿Cuál sería dicho tren con apelativo chinesco? ¿Alguien lo sabe?

Un cafetín es referencia única para tomar los autobuses que parten desde Beirut a Sidón en un cruce. Los agrupamientos hosteleros en torno a estaciones devienen en imanes, capaces de resistir la finitud del bastión que propició su génesis. Por ello, la concentración de restaurantes asturianos se mantuvo junto a la clausurada Estación del Norte de Madrid. En los años interminables de abandono, previos a su reconversión en centro comercial muy coqueto, los regentes del Principado siguieron al pie del cañón. Casa Mingo mantiene estética añeja de los años treinta del siglo XX. Un caso único en Madrid, emparentado con sus primos gallegos del Río de la Plata, que, en cualquier caso, tienen menor dimensión que la sidrería de Príncipe Pío. El mostrador con fiambres, anexo a la barra, es denominador común con ciertos locales supervivientes de Montevideo, reconocidos como “bares notables”. En uno de ellos, probamos unos ñoquis excelsos —allí prima lo italiano—. Los gallegos también eran chóferes y propietarios de autobuses urbanos: hosteleros y transportistas creaban sociedades mixtas, basadas en acuerdos de palabra entre paisanos, firmados sobre servilletas. La regente de uno de aquellos bares-museo, con barra de zinc, nos dijo que sus bienes incluían “una cuarta de autobús”.

El café de la estación de autobuses de Segovia resistiría a ciertos anhelos por marginar esta infraestructura pública tan a mano. En cualquier caso, se atrae a los turistas con repertorio de “souvenirs”. Las tazas portadoras de inscripciones varias predominan, cual tipo de recuerdo líder en exhibición. ¿Será para enfatizar el compromiso con la bebida más demandada, elaborada a partir de planta originaria de Etiopía? Las cajas de dulces regionales no faltan, procedentes de pueblos con nombres exóticos como Campaspero. En mi parada previa para coger el autobús con rumbo a Madrid, una camarera recién fichada hace muy bien la espuma del café con leche; y, me traslado con el pensamiento a Nápoles, universidad del capuchino.

A una hora de Madrid, dicen los segovianos; pero, el trayecto medio en autobús suele durar una hora y diez —o quince— minutos. Como estos paisanos son puntuales en extremo, añadamos cuarto de hora adicional en cola externa para coger buen sitio. La cosa se alarga, si se opta por el servicio semidirecto para ir más cómodo. En fin, como ocurre con facturas de taller mecánico, la cifra de “gasto” —ahora medido en tiempo perdido— no cesa de escalar.

Las estaciones son “no lugares” asépticos; pero, el café referido se antoja “lugar”. Una clienta no quiere oreja de aperitivo; y su interlocutora —libre de colesterol— replica que, desde niña, comía chorizo de la matanza y huevos del pueblo. La leche también venía de las vacas del terruño. Un matrimonio maduro del Norte se decanta por el menú del día; y preguntan si tienen vino de Ramón Bilbao. Les ofrecen judiones; pero solo queda ración para un comensal. El marido explica a la mujer: “son esas habas grandes”. Cuando un hombre accede silencioso al local, escucha cierta recriminación por boca de otro cliente en barra: “te hemos invitado al café”, “te hemos pagado el billete” y “lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar”. Yo, lobo estepario, siento el peso de la derrota; y pienso: “no juzguéis, si no queréis ser juzgados”.

El interior del café anexo a la estación de Segovia se asemeja a un vagón por doble condición. La disposición alargada y angosta de tubo se complementa con secuencia repleta de bancos de madera ondulados, que retrotraen a los trenes antiguos. La caminata hasta el cuarto de baño, situado al fondo del “vagón”, realza la ficción ferroviaria. Cuando tomo asiento, imagino que viajo en el “Shanghai”, camino de algún destino desconocido en el país de quién sabe dónde.

Las fotografías en blanco y negro, que adornan las paredes con instantáneas de cafés europeos, otorgan empaque y aspiración. Por alguna razón, la autonomía disfrutada por las mesas separadas en dicho marco me recuerda a los reservados propios de restaurantes alemanes, como el Edelweiss de la calle Libertad en el Buenos Aires que yo amaba. Los porteños son necrófilos: el Café de la Biela y un ramillete de comedores elegantes para cena placentera se despliegan frente a la entrada del cementerio de la Recoleta. El autor de “El Aleph” y su amigo Bioy Casares eran clientes frecuentes del Múnich, donde servían el gramajo —un clásico— en salón burgués decorado con motivos de caza. El regente anciano, cuyo padre emigrara desde el oriente asturiano, permanecía a pie de caja —siempre es así por allá—: “¿qué le decía Borges”, inquiero. “¿De qué color son las baldosas?”, preguntaba Jorge Luis.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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