Benito Carrero/Agencias/El Adelantado
Es probable que a Antonio Paulo no le queden años de vida suficientes para cumplir su pena. La Audiencia Provincial de Las Palmas de Gran Canaria acaba de condenarle a 28 años de prisión por un delito de asesinato con alevosía y ensañamiento además de otros delitos de coacciones y detención ilegal. Antonio ha tenido que escuchar su sentencia a los 74 años.
Dos años atrás había asesinado a Juan Betancor de una manera tan cruel que estremecería a la población de la isla. La víctima era una persona sobresaliente y muy conocida, un hombre afable y aparentemente sin enemigos, que no sospechaba que su enemigo más sañudo vivía muy cerca de él, en su misma finca de recreo.
ANTONIO PAULO
Antonio Paulo es originario de Cabo Verde, el archipiélago atlántico situado frente a las costas de Senegal colonizado por los portugueses y de habla por consiguiente portuguesa. El tinte mulato de su piel revela una ascendencia africana.
Llegó a Gran Canaria con 20 años a bordo de un barco japonés en el que trabajaba como ayudante de cocina gracias a su dominio del idioma nipón. La empresa quebró y los marineros que trabajaban en la embarcación se quedaron en el paro. Entonces conoció a Juan Betancor a raíz de un juicio en que éste ejerció como su abogado defensor y Antonio fue condenado a una pena de cinco meses de prisión por un delito menor.
Antonio Paulo se había quedado simultáneamente sin trabajo, sin papeles que regularizaran su situación en Las Palmas y sin pareja.
Juan Betancor le invitó a trabajar en su finca, una especie de Falcon Crest en sus propias palabras, para realizar labores de cuidado y mantenimiento, por un salario de 50 euros diarios. Podía quedarse a vivir en una de las dependencias de la propiedad.
La finca de Santa Brígida, situada en la zona del Alto Gamonal, es una propiedad que ocupa 5.500 metros cuadrados de terreno con varias edificaciones pequeñas además de la vivienda principal, una piscina y una cancha de tenis, donde la familia Betancor pasaba fines de semana y vacaciones.
Cuando sucedieron los hechos Antonio Paulo llevaba dieciséis años viviendo allí.

JUAN BETANCOR, LA VÍCTIMA
Había nacido en el barrio de la Isleta, donde se sitúa el puerto de Las Palmas y donde su padre desarrollaba su actividad laboral. En 1972 Juan Betancor ingresó en el cuerpo de la Policía Nacional en la Unidad de Estupefacientes. A finales de esa década dedicó esfuerzos a participar en un programa educativo que alertaba a los colegiales sobre el peligro del consumo de drogas, en una época, en plena Transición, en que la sociedad española se vio inerme ante un problema, el de la drogodependencia, que había permanecido prácticamente ausente durante el Franquismo.
En 1978 pidió su traslado a la oficina de Denuncias y se matriculó en la Universidad Nacional de Educación a Distancia para cursar estudios de Derecho. En 1983 se licenció y pidió una excedencia en la Policía.
Hasta la fecha de su muerte llevaba treinta y nueve años en el ejercicio de la abogacía, con intervenciones relevantes en el ámbito penal tanto en casos de narcotráfico como de homicidios. Tenía setenta y dos años, llevaba casado 45 años y tenía dos hijos.
Su sombrero y su pajarita, que formaban parte de su atuendo habitual, hacían de su figura un personaje singular no sólo en los ambientes de los juzgados sino también en los de la sociedad grancanaria.
29 DE MAYO DE 2022
Juan Betancor y su mujer disfrutaban de un fin de semana merecido en su finca de recreo. Habían llegado en la mañana del día anterior, sábado, y el domingo, 29 de mayo de 2022, sobre las diez tomaron un café juntos y, a la espera de que la mujer preparara el desayuno, el abogado salió de la vivienda para poner en marcha el motor de la piscina. La mujer, entretanto, se afanaba en la cocina con la televisión encendida donde emitían la misa dominical.
Unos ruidos extraños y el ladrido de los perros la alertaron de que algo extraño estaba pasando en el exterior. Al salir, oyó a su marido gritar “pide ayuda que Antonio me quiere matar” y, a continuación, unos gritos desgarradores de dolor y un humo intenso.
A partir de entonces el relato de la mujer reviste detalles dramáticos. Salió de la casa y vio a Antonio en el sendero con cara amenazante, su expresión daba miedo. “¿Qué pasó?” le preguntó sin obtener respuesta. No había visto lo sucedido a su marido. El hombre la empujó y la tiró al suelo; luego la levantó tirando de su ropa, le puso un cuchillo grande al cuello y le exigió que le entregara el móvil. A empujones la obligó a dirigirse al salón de la casa, donde la dejó encerrada. Estuvo en estado de shock, calcula, unos veinte minutos antes de reaccionar.
Cuando vio que Antonio abandonaba la finca, saltó por una ventana y corrió venciendo obstáculos hasta la casa de su vecino más próximo para pedir auxilio. Alguien avisó a la Guardia Civil.

UNA MUERTE CRUEL
Juan Betancor bajaba por un pasillo de la finca para dirigirse a la caseta que albergaba el motor de la piscina, cuando, a medio camino, se topó con Antonio que estaba aguardándole. Al acercarse, éste le arrojó por encima un cubo lleno de gasolina y gasóleo empapándole de la cabeza a los pies y, a continuación, sacó un mechero y le prendió fuego. Tras el estallido inicial del líquido inflamable, el abogado quedó completamente envuelto en llamas y, retorciéndose y gritando de dolor, corrió hasta un aljibe próximo al que se arrojó con el fin de que el agua apagara el fuego. Antonio le siguió y procedió a tapar la boca del aljibe, un cuadrado de un metro de lado, con la chapa de hierro a la que colocó encima un viejo horno y una puerta de coche, con la intención de impedir que su víctima, si continuaba viva, pudiera salir o alguien pudiera rescatarlo.
Juan Betancor sobrevivió en el interior del aljibe por espacio de una hora aproximada, hasta que sus quejidos indicaron el lugar donde se encontraba a su mujer y a dos policías locales que la acompañaban y que habían acudido a la llamada de emergencia.
Entre las tres mujeres, ayudadas de una escalera, pudieron extraerle a duras penas del interior del aljibe. Seguía con vida. Una ambulancia se lo llevó en primera instancia al Hospital Doctor Negrín de Las Palmas de Gran Canaria, donde los médicos decidieron que fuera trasladado esa misma noche en un avión medicalizado del Servicio de Urgencias Canario al Hospital de La Paz de Madrid debido a la gravedad de las quemaduras que sufría en el 86% de su cuerpo. Murió en la mañana del 31 de mayo.
PRISIÓN PROVISIONAL
Poco después de los hechos Antonio fue detenido a apenas 600 metros de la finca, en la carretera de acceso del Gamonal. Cuando los agentes se acercaron, dijo que iba a entregarse al cuartelillo y añadió: “hice lo que tenía que hacer, yo lo hice, no voy a decir nada más”.
Los agentes de la Guardia Civil que se encargaron del caso procedieron a recoger toda clase de muestras e indicios de lo que allí había ocurrido: rastros de líquidos inflamables, un cubo derretido, jirones quemados de ropa, suelas de zapatos pegadas al cemento, muros ennegrecidos por efecto del humo… El escenario del horror. El olor a carne quemada no pasó desapercibido a los agentes presentes en la investigación.
También el mismo día los médicos forenses sometieron a Antonio a una exploración psicológica para determinar el grado de imputabilidad que presentaba el detenido. No apreciaron signos ni síntomas de tipo psicótico o delirante, de deterioro cognitivo, así como tampoco de intoxicación por sustancias o síndrome de abstinencia a las mismas. “El peritado conserva la capacidad de juicio, el control de los impulsos y la integridad de todas las funciones psíquicas superiores”, rezaba su informe.
En su declaración ante el juez de guardia Antonio reconocía que había arrojado el cubo de gasolina sobre Juan Betancor, pero que el hecho de incendiarlo se había debido a un accidente, ya que la víctima iba fumando un puro y las chispas habían provocado las llamas. El abogado le había recriminado poco antes que había dejado la luz de su vivienda encendida y eso le había enfurecido, de manera que se dirigió a él diciéndole: “voy a quitarme la vida, pero usted va conmigo porque es un abusador”.
El juez de guardia ordenó prisión provisional, comunicada y sin fianza para el caboverdiano.

EL MÓVIL
La Sección sexta de la Audiencia Provincial de Las Palmas acogió a primeros del pasado mes de julio el juicio contra Antonio Paulo, que se prolongó por espacio de cinco días.
Ejercía la acusación particular el hijo de la víctima, también abogado, Juan Jacob Betancor.
La mujer de Juan Betancor declararía que su marido nunca le había comentado que hubiese tenido problema alguno con Antonio a lo largo de los años en que éste vivía y servía en la finca. La relación que ella tenía con el empleado era escasa, el marido era quien le daba las órdenes.
¿Qué sentimientos albergaba Antonio para cometer un acto tan brutal contra el abogado que le había dado vivienda y trabajo en un momento en que no tenía nada?
El juicio estableció que Antonio había actuado “movido por un sentimiento de odio y resentimiento acumulado desde años atrás”.
Antonio alegó en su descargo unas circunstancias en las relaciones entre la familia del abogado y él mismo que revelaban efectivamente un rencor que se iría incrementando con el paso del tiempo. Declaró que Juan Betancor no le pagaba el salario que correspondía al trabajo que realizaba en la finca y que cuando empezó a trabajar en ella tenía permiso de trabajo y residencia en vigor y la víctima, pese al tiempo que había trabajado con él, nunca le arregló sus papeles.
El hombre sostuvo que “ni su esposa ni su hijo” sabían lo que pasaba entre ellos: habían mantenido “muy mala relación” durante los últimos tres o cuatro años de vida del abogado.
Su letrado, por su parte, alegaría ante el tribunal que su defendido “no es ningún monstruo”, es de Cabo Verde y “negro”, había trabajado para la familia durante 16 años pero “sin Seguridad Social y sin vacaciones”, en una situación que calificó de “secuestro”.
Se trataba de una persona “con mucho miedo a ser denunciado”, como les ocurre a todos los inmigrantes irregulares y “solo quería sus papeles” para poder trabajar en un barco, pero “a Betancor no le interesaba”, indicó, añadiendo que “vivía peor que los esclavos de Nueva Orleans”. “Era el esclavo perfecto, que no dice nada”.
Si esas alegaciones respondían a la realidad o eran meras estrategias procesales, lo cierto es que de nada sirvieron para rebajar la pena del acusado o, como pretendía su esforzado abogado de oficio, para exonerarle de toda culpabilidad.
TOCADO Y HUNDIDO
Al finalizar el juicio, el jurado popular emitió veredicto de culpabilidad por siete votos a favor y dos en contra. Negó además que se pudiera producir la suspensión de la pena de prisión y la posibilidad por parte del condenado de solicitar un indulto.
Antonio Paulo hizo uso de su derecho a la última palabra para admitir una vez más que había rociado con gasolina al fallecido, pero negar, de forma contraria al veredicto del Jurado, que le quemara con un mechero o que amenazara a la viuda de Betancor. “Estoy tocado y hundido”, fue su expresión final.
La sentencia, dada a conocer un mes después por la magistrada que presidía el Tribunal, impuso al acusado 23 años de prisión por asesinato, un año por un delito de coacciones y cuatro años por la detención ilegal de la esposa de la víctima. Veintiocho años en total. Además, le impuso la obligación de indemnizar con 100.000 euros a la viuda.
Se trató de una condena que rebajaba las peticiones tanto de la fiscalía como de la acusación particular, que excedían en ambos casos los treinta años de prisión.
Es probable que Antonio Paulo no pueda volver a sentir la brisa del mar ni volver a ver los verdes valles de su isla de Cabo Verde.
