Escribo este artículo con inquietud e incertidumbre en esta sociedad herida a causa de esta crisis sociosanitaria que nos envuelve y sobrepasa, compartiendo luces y sombras en una realidad doliente, con miedo a lo desconocido y a sus consecuencias de dolor, sufrimiento y muerte, tanto en el plano de la salud personal, familiar y del entorno social. Con impotencia ante lo inhumano del ‘trato protocolario’ que han sufrido y siguen sufriendo las personas mayores y con distintas discapacidades físicas o mentales, al tener que pasar días y días encerrados entre cuatro paredes sin ningún contacto personal, más allá de lo estrictamente necesario –en el mejor de los casos-, sintiéndose solos y abandonados.
Constatando que los más vulnerables son los más afectados en toda tragedia. Así, en la pandemia, observamos un nuevo modelo médico-clínico impuesto donde resulta tremendamente dificultoso acceder a una consulta con el médico de cabecera; que poder acceder a una consulta especializada se antoja casi imposible y que recibir la necesaria rehabilitación personas con discapacidad o mayores con lesiones es una tarea compleja y difícil. Como resultado de este modelo ‘preventivo’ se está dejando sin atención a las personas más necesitadas de un seguimiento periódico, resultando un empeoramiento de su salud y su calidad de vida.
Viendo caer en pocos meses muchas de las aparentes seguridades en las que se sustentaba nuestro estilo de vida. Soledad de soledades, la muerte sin duelo, sin llanto. Nos hemos hecho más conscientes de nuestra levedad y vulnerabilidad.
Da la impresión de que “el coronavirus ha llegado para quedarse y cuando nos damos cuenta de lo que tenemos encima, desconcertados y con el miedo en el cuerpo, empezamos a echarnos las culpas unos a otros de lo que está pasando y en esas estamos. Sería bueno que asumiéramos todos, desde las alturas a las bajuras, nuestras responsabilidades y actuáramos en consecuencia. Entre tantas irresponsabilidades, que haberlas haylas, los profesionales sanitarios se juegan su vida para salvar las vidas de otros”. (Julián del Olmo)
En esta situación cobra una especial importancia la Fiesta de todos los santos que celebramos hoy. Percibo el brillo de la misericordia en medio de la crisis. Personas arriesgando su propia vida para acompañar y salvar al prójimo. Personas que sufren al no poder tratar con calor humano a quien tienen enfrente. El bien se abre camino.
“En esta fiesta celebramos la bondad, se encuentre donde se encuentre. Es una fiesta de optimismo, porque, a pesar de los telediarios, hay mucho bien en el mundo si sabemos descubrirlo. Es cierto que mete más ruido uno tocando el tambor que mil callando. Por eso nos abruma el ruido que hace el mal y no nos queda espacio para descubrir el bien. Hoy es el día de la alegría.
La Vida y el Bien triunfan sobre la muerte y el mal. La vida merece siempre la pena. Esta alegría de vivir tenemos que mantenerla a pesar de tanto sufrimiento y dolor como hay en nuestro mundo. A pesar de que muchos seres humanos consumen su existencia sin enterarse de lo que son y se conforman con vegetar.
En la celebración de este día invito a no pensar tanto en los santos canonizados, ni en los que desarrollaron virtudes heroicas, sino en todos los hombres y mujeres que descubren la marca de lo divino en ellos, y ese descubrimiento les empuja a mayor humanidad. No se trata de celebrar los méritos de personas extraordinarias, sino de reconocer la presencia de Dios, que es el único Santo, en cada uno de nosotros. El mérito será siempre de Dios. Muchas de esas personas, que se han ido y recordamos estos días, son verdaderos santos”. (F. Marcos)
¿Qué tal si pronunciamos hoy sus nombres y les traemos a nuestra memoria y corazón, para agradecerles todo el bien que nos hicieron mientras compartieron nuestra existencia?. Su fe, su compromiso, su testimonio, su vida entregada por amor… Descansan en paz y están felizmente en la Casa del Padre Dios, así lo creo. Nosotros no los olvidamos pero ellos tampoco nos olvidan a nosotros.
