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Eduardo Juárez Valero – Amasijo

por Redacción
31 de marzo de 2019
en Opinion, Tribuna
eduardo juarez
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El arte de regalar 2025

Una apuesta por la logística como impulso al transporte y la industria

Hace ya casi tres años que el Teatro Canónigos abrió sus puertas de nuevo, ofreciendo a los habitantes del Paraíso la posibilidad de disfrutar de la mejor actividad lúdica que haya creado el ser humano en los últimos seis mil años. El nuevo coso nos ha traído diversas compañías teatrales, danza, música, comedia y, en fin, cualquier tipo de expresión realizable sobre un escenario.

Ahora bien, no piensen que en este Real Sitio hemos tenido que esperar casi trescientos años para disfrutar de tamaño espectáculo. Nada de eso. Ya en el maravilloso, único y deplorablemente echado a perder Palacio Real de Valsaín fueron frecuentes las actuaciones de compañías itinerantes, especialmente durante el reinado de Felipe IV, muy dado al artificio. Ya saben, a la actuación, la sobreactuación y, como tantos otros políticos patrios, a la falta de recursos al verse privado de apuntador. Pregúntenle, si no me creen, a Gaspar de Guzmán y Pimentel viendo caer su Gram Memorial como un castillo de naipes. Aún con todo, parece que las reinas Isabel de Borbón y Mariana de Austria disfrutaron de funciones con relativa frecuencia en la hoy devastada joya serrana.

El cambio de dinastía no supuso un punto y aparte para el arte teatral en el Paraíso. Si bien Felipe V no puso un real en la construcción del teatro del Real Sitio, Carlos III acabó por comprarlo y gestionar su uso, ofreciendo funciones de forma periódica en San Ildefonso. Que mis paisanos sabían que la puerta central abierta en el Barrio Alto y Bajo traía consigo la apertura del Teatro Real. Claro que, como tantas otras infraestructuras otrora públicas como la Fragua, Plomería o Real Fábrica de Cristales, acabó en manos privadas. Ya desde finales del XIX, había sido bautizado como Teatro Infanta Isabel, nombre que conservó hasta el final de sus días, a principios de los años setenta, víctima de la especulación inmobiliaria y la corrupción política. Bueno, si he de ser sincero, en los años de la Segunda República, su nombre fue movido a Teatro María Isabel que, si bien sonaba a chiste republicano (como eso de San Ildefonso o La Granja), no era más que el nombre de pila de tan singular veraneante.

Para un servidor, sin embargo, el veneno del teatro no le llegó en aquel coliseo isabelino, destruido en mi más tierna infancia, sino en el salón parroquial, tan asociado a los descubrimientos de mi niñez. Ya fuera el cine, la música o el teatro, allí, entre la parroquia del Bajo y la Capilla de Santa Inés, los jóvenes del Paraíso disfrutamos de un teatrillo de sillas duras como la madera seca que las constituía y acústica infame. Allí encontramos que el mundo era enorme y que allí subidos, voilà, podíamos ser cualquier otra persona. Y lo supimos gracias a los maestros del colegio público, empeñados en envenenarnos con el teatro. Aunque hubo muchos profesores implicados en aquello, sin duda, el grupo de teatro del colegio público de La Granja lo capitaneó don Aurelio Quintanilla Fisac. Bajo su dirección y el apoyo del claustro, la juventud del Real Sitio tomó por costumbre hacer teatro en el último año de la Educación General Básica para sufragar la excursión de fin de ciclo.

Y no piensen que éramos un pestiño. Nada de eso. Atrevidos y vanguardistas. En todo. Desde la tramoya a la música. Por mi mente pasan Juan Carlos Valverde vestido de súper-héroe, mi adorada Pilar Escudero mostrando un gigante de tamaño portátil o Carlos Zorro imaginariamente enfermo; Javier Santos Galindo conduciendo una camilla con Daniel García Isla o mi querido Andrés Vallejo cantando “Maneras de Vivir” en el certamen del Instituto Andrés Laguna, acompañado por la banda del hermano de Alfonso Gutiérrez, “El Guti”, hoy experto investigador en técnicas docentes de la Universidad de Valladolid. Tan buenos éramos que creamos un grupo de teatro al que llamamos Amasijo. El que suscribe, aunque participó en varios montajes, recuerda con cariño la obra antibelicista de Fernando Arrabal, Picnic, adaptada por Aurelio y Alfonso, premiada en el citado certamen y representada en múltiples sitios.

Para nuestra desgracia, aquellos maestros pasaron. Las experiencias de innovación docente sustituyeron las prácticas directas y el grupo Amasijo acabó descompuesto. Como el viejo teatro del salón parroquial. Como aquella infancia de cine y teatro. De amigos y maestros para toda la vida. Como don Aurelio. Como don Guti. Como doña Fuencisla. Como don Tiburcio. Como todos los chiquillos que mirábamos boquiabiertos al que marcaba el foco y soñábamos con ser cegados en un futuro cercano. ¿Seremos capaces algún día de recuperar aquella ilusión?

Permítanme un mutis por el foro.

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