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Eduardo Juárez – La tómbola de la Reina Isabel

por Redacción
27 de octubre de 2019
en Opinion, Tribuna
eduardo juarez
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Que la vida es una tómbola, nadie lo duda y, hasta en los momentos más planificados, históricamente hablando, siempre existió un factor asociado al acaso imposible de controlar. La suerte, mala consejera, anda siempre cambiando de parecer y, como esa rana que aguarda sobre la calavera de la fachada plateresca de la universidad de Salamanca, puede saltar en cualquier momento vayan ustedes a saber con qué dirección. Y si no es así, que se lo pregunten a la pobre reina Isabel II en el momento de elegir víctima para su casorio, ahora que anda por el Paraíso de grabaciones y películas.

Niña como era, no cabía en ella la potestad de decidir esponsales, por muy reina que fuera y declarada su mayoría de edad por el parlamento a los trece añitos en un alarde más de sentido común. Aquella responsabilidad, por lo irresponsable de la reina, recayó, por tanto, en el presidente del consejo de ministros, el General Don Ramón María Narváez, más conocido, por su tozudez y autoritarismo, como el Espadón de Loja. Entre los candidatos hubo un pretendiente Carlista, primo de la reina; un conde italiano, primo de la reina y varios hijos del rey liberal de Francia, primos lejanos de la reina. En resumidas cuentas, se propusieron elegir a cualquiera que fuera primo de la reina.

Así, en la conferencia de Eu, a las afueras de París, los grandes poderes europeos llegaron en 1845 al acuerdo de que un Borbón, esto es un primo de la reina, fuera elegido como consorte de Isabel II. Y el elegido fue Francisco de Asís Borbón que, para mayor seguridad, era doblemente primo de la reina, pues sus padre era hermano del padre de Isabel II y su madre, hermana de la madre de la reina.

De modo que, ya metidos de lleno en la tómbola, y habiendo tomado una de las peores decisiones posibles, tocaba descubrir las sorpresas del pobre Don Francisco de Asís: resultaba que el infante, fuera o no homosexual como afirmaban las malas lenguas y algún que otro historiador, sufría de hipospadias lo que, en aquella época, le impedía de todo punto procrear. Ya me dirán, queridos lectores, en qué posición entre las malas decisiones tomadas por un político en España hay que poner esta de elegir un consorte que no podía cumplir con la única misión que se le había encomendado.

Así que la reina, en aquella tómbola ganó un marido y esposo consorte, pero no un padre para sus hijos. A pesar de ello, el matrimonio dio como fruto once hijos de los que sobrevivieron cinco, muy poco parecidos los unos a los otros y de muy diferentes caracteres, como era de esperar. Leyendo prensa y literatura de la época, parece que todos estaban al tanto del chanchullo de aquella tómbola, pero, en aquella España medio absolutista medio liberal, a ver quién era el guapo que le ponía el cascabel al gato.

Desde luego no Antonio María Claret, su confesor, a quien se dedica la citada película en proceso de grabación. Confesor real desde 1857 fue lo suficientemente listo como para no vivir en palacio y escapar así a los tejemanejes de la corte y a los supuestos escándalos de la joven reina, descrita de cama en cama por muchos de los allí presentes y groseramente dibujada por los hermanos Bécquer. Ahora, me gustaría saber cómo habría de cumplir la reina con la misión de perpetuar la dinastía sin la ayuda de su esposo. Muchos, escudados en la circunstancia, podrán afirmar que no fue precisamente legitimidad lo que Isabel II transfirió a su heredero. Mas, qué quieren que les diga, María Luisa de Parma, en su lecho de muerte, aseguró haber acabado ella sola con la dinastía Borbón española pues, de los veintitrés embarazos que padeció en su vida, ninguno había sido de Carlos IV.

En fin, lo dicho. Maldita sea la tómbola española y el que la fundó, que nunca nos dio premio y siempre nos engañó, haciendo que nuestra historia, como dijo una vez el paisano adoptivo Jaime Gil de Biedma, sea la más triste de todas pues siempre acaba mal.

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