Andaba el que suscribe hace unos días de paseo por el Real Sitio, cuando me encontré a una pareja enlucida con ropajes para fastos formales y, seguramente, casamenteros. Perdidos por la calle de los Infantes, mirando a un lado y a otro, a la que se fijaban en cada paisano que avistaban cayeron en la cuenta de mi presencia, divertido como estaba por lo extemporáneo de su pinta. Armándose de valor, pues uno nunca sabe lo que puede esconder un lugareño, se atrevieron a preguntarme por la ubicación del Palacio de Carlos III. Dado que en este Real Sitio el citado monarca no tuvo más palacio que aquel que ordenó construir su señor padre, les indiqué la dirección del Barrio Alto subiendo por el Paseo de la Alameda para cruzar el jardín del Medio Punto y alcanzar de ese modo el acceso actual al Palacio Real.
Viéndolos doblar la esquina del cuartel de la guardia de corps caí en la cuenta de la trasformación del Parador de Viajeros en lugar para la celebración de festejos variados, ágapes y reuniones. Preocupado por el dislate en la explicación, me acerqué lo que pude hasta aquel edificio para comprobar que, en efecto, el dueño de la explotación había tenido la feliz idea de bautizarla con tan equívoco y erróneo nombre. Cualquier paisano con dos dedos de frente habría caído en la cuenta del retruécano y que, en realidad, no hay más que un palacio en este Real Sitio. O dos, si contamos el de Valsaín. O tres, si añadimos el de Riofrío.
De pie frente a las Puertas de Segovia, consciente de la locura implícita, me percibí de la insensatez y duplicidad en que está envuelto el callejero de este Paraíso. Empezando por el referido paseo de la Alameda repleto de castaños de indias, con el pasar del tiempo hemos acabado por constituir un galimatías solamente comprensible para los que mucho hemos vivido entre cerca y alijares, Barrio Nuevo y Pradera. Partiendo de la plaza llamada de los Dolores por, según reza la placa, la iglesia homónima que más bien es capilla, es fácil obcecarse buscando canalejas en el paso de la calle de la Ría Alta camino de la calle de la Ría Baja. Desgraciadamente es el desánimo lo que uno encuentra cuando, ciertamente, percibe una sola ría y dos calles divergentes. Sin duda, bien conocido es el peligro que encierran los epítetos. Es sacarlos de su posición y doblar el trabajo al pobre René Carlier. Peor aún es pasar de la desgana de vivir en el penar irresoluto de la calle de la Melancolía Alta a sobrevivir tan solo un poco compungido en la calle de la Melancolía Baja. Que se lo pregunten al rey Felipe V, quien penaba su locura allí al lado jugando al mallo.
En ese sentido, el del equívoco, nada mejor que la denominada oficialmente como calle del Carral. Puede uno gastar el día buscando dónde descansan los barriles descritos por la correspondiente placa, sin caer en la cuenta de que allí vivió Antonio Carral a mediados del siglo XIX, alcalde que fuera de este Real Sitio en los años postrimeros del motín de aquellos sargentos recuperadores de la realidad constitucional gaditana. Claro que éste, aún perdido, lo tiene mejor que la infanta Isabel de Borbón en su plaza, a veces suya, a veces del Vidriado, según le venga en gana al señor cartero, quien suele decantarse en otras ocasiones por el Cuartel Nuevo, vayan ustedes a saber por qué. Y no se molesten en buscar el Cuartel Viejo: a un consistorio en pleno le pareció divertido llamar de los Verderones a su calle por el color de la casaca de los soldados allí acantonados y no por la venta de pajarillos que en algún momento se desarrolló en los casetones de la plaza cuyo nombre ya no me atrevo a asegurarles.
Tampoco les aconsejo preguntar a los héroes del Alcázar de Toledo sometida su calle por la Valenciana que hoy da nombre a la vía de comunicación entre los dos barrios. Que nadie hasta la fecha ha sabido explicar a los vecinos de qué valenciana hablamos. Aunque de armas tomar hubo de ser, si es capaz de sobreponerse a la placa marmórea de aquellos pobres toledanos. Incluso el rey Alfonso XIII hubo de soportar la suplantación callejera de esta buena mujer innombrable como aquella cantada por Silvio Rodríguez.
Por otra parte, sabemos que existió un horno en la calle de Antonio María Claret gracias a la travesía que le viene por la derecha, pero no porque el santo confesor tuviera en su pecho nada más que aquello que le valió la santidad. No como el “bonito” Duque de la Torre, jefe que fuera de anteriores estados, y cuyos supuestos requiebros a la reina le han valido más honra que la ganada en las guerras carlistas o el saqueo del robledal de Navalaloa y la Mata que albergaba la casa del embajador del Reino de Portugal.
Sea como fuere, he de reconocer que me sentí aliviado de ver a aquella pareja retomar el rumbo hacia el lado contrario, seguramente avisados de la derrota equivocada por el dispositivo electrónico que uno de ellos portaba en ristre. Quien sabe si ahí estará la solución al sinsentido en que solemos movernos, presos del desconocimiento y del desinterés por lo que fue y nunca volverá a ser. Al menos nos quedará la diversión de perdernos en la ignorancia feliz de quien no ha de preocuparse de nada que no se presente a través de una pantalla de cristal líquido; pues, después de todo, cristal y líquido es lo único que acaba por consensuarnos en este santo País.
