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Eduardo Calvo (*) – Simplemente política exterior

por Redacción
25 de septiembre de 2019
en Opinion, Tribuna
eduardo calvo
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La cultura, la economía y la información componen ese flujo que suaviza las aristas más inhóspitas y cuyo manejo cabal traza los caminos de la diplomacia. La cultura es ante todo un concierto de palabras, sugerencias, imágenes y tradiciones; un concierto falaz o dichoso, que por mucho que fluctúe requiere un sedimento. En la diplomacia las palabras, claras o entrecortadas, sustituyen el sonido preciso de las armas. El entretejido económico dibuja las ventajas inmediatas, fácilmente las catalogamos como beneficios en tanto convoquen un cálculo previsible en cualquier sentido. La información aporta un elemento relevante, la confidencialidad; una información propia suele procurar efectos duraderos. Para el politólogo americano Herman Kahn la razón de que ciertas decisiones razonables lleven a largo plazo a consecuencias indeseables se debe a la dificultad de descontar adecuadamente las dificultades e incertidumbres futuras. Así pues, una persona que tuviese una plantación en Virginia en el año 1800 y quisiera detener el tráfico de esclavos, en la sospecha de que ese factor sería el elemento desencadenante de una guerra civil sesenta años más tarde. Hubiese sido realista, previsor y razonable. Muy probablemente sus vecinos no le hubiesen secundado; aún era pronto y estaba solo. El futuro es incierto, el presente acumula dificultades enojosas. La diplomacia debería sortear las dudas y problemas de hoy para construir alguna certeza en el mañana. Desvelar los signos del porvenir cuando ese tiempo ya es presente pero no asoma con claridad para la mayoría, bien porque se haya presentado por la fuerza, bien porque todavía no impregne la costumbre. De ese futuro inevitable, tanto si es propicio como adverso, la diplomacia busca la hendidura para sembrar beneficios.

Desde esa perspectiva Creso, rey de Lidia, sería el primer diplomático que me viene a la cabeza. El historiador griego Heródoto cuenta de los lidios: semejantes a los griegos en sus usos y costumbres, diferentes en la iniquidad de prostituir a sus hijas. Fueron los primeros en acuñar monedas de oro y plata. Creso los guió orgullosamente en su expansión, que se antojaba no conocer límite hasta que sufrió la derrota frente al persa Ciro. Salvó Creso la vida porque sus lágrimas conmovieron a Apolo, se apagaron las llamas de la hoguera que sus enemigos le habían preparado como castigo y como escarnio. Y mudó su suerte por entero porque sus palabras hicieron reflexionar a su enemigo. Comprobó Creso que los persas saqueaban sus palacios, gratamente entregados al pillaje. Fingió sorprenderse. Sentado a la mesa de Ciro el Grande y rescatado del fuego se interesó por el comportamiento rapaz de aquella muchedumbre embravecida. “Están desvalijando tu ciudad y llevándose tus bienes” respondió todo ufano el vencedor. Pese a su nada ventajosa posición, el vencido se permitió discrepar: “No, Majestad, no están desvalijando mi ciudad ni mis bienes, nada de eso me pertenece pues ya es tuyo”. Así dijo, y Ciro ordenó detener el asalto de la soldadesca y nombró a Creso consejero. He mezclado a Herman Kahn con Heródoto. Dos mil cuatrocientos años los separan, convengo con una célebre letra de tango que “veinte años no es nada”, de modo que dos mil cuatrocientos años no será tanto. Les une la prudencia, y su carácter observador. Kahn trabajó sobre escenarios. No se recató de ninguno. Admitió una guerra nuclear y la supervivencia de una porción no desdeñable de la humanidad. Los vivos no envidiarían a los muertos; celebrarían que aún les cupiese tolerar el horror creciente de la vida. Heródoto no dejó una costumbre extranjera sin ponderarla debidamente, aunque no fuese amigo de veredictos. Se cuidó con aquello que merece reserva. Sobre la creencia en la reencarnación y las metamorfosis, que afectarían a hombres y a dioses, aceptó conocer a muchos que las defendían pero advirtió que no daría sus nombres.

En lo que concierne a la política exterior española sí voy a dar nombres. A cambio, me abstendré de proponer los escenarios más osados. Adolfo Suárez, Felipe González y José María Aznar. Suárez mantuvo una actitud errática. Sus encuentros, cordiales en extremo, con Arafat y con Fidel Castro, así como sus reticencias para una entrada inmediata de España en la OTAN no diré que fuesen determinantes para su descabalgadura de la presidencia pero no ayudaron a que continuase; no hizo nuevos amigos de peso y alarmó a los habituales. En Moscú languidecía un achacoso Breznev, y su probable sucesor, Yuri Andropov, entonces al frente del KGB, no auguraba un apaciguamiento con los países del Pacto de Varsovia. Adolfo Suárez coqueteó con una posible neutralidad de España, con el movimiento de no alineados incluso. Y lo pagó. Felipe González condujo una política exterior ortodoxa y circunspecta. Naturalmente cercano a Washington y a Europa, supo establecer lazos firmes con Iberoamérica; no siempre para bien, como en el caso del venezolano Carlos Andrés Pérez. Fue una política exterior socialdemócrata, conservadora, coherente y previsible. Aznar tuvo una idea, tal vez atinada, que llevó a cabo mediante el mayor de los desatinos. Quiso evitar el obstáculo de alemanes y franceses y buscó una relación directa con ingleses y americanos. Era una versión atlántica de Occidente, a la que deberían incorporarse otros socios, Portugal primero y luego Polonia. Hizo la guerra de Irak sin hacer guerra alguna. El motivo, las armas de destrucción masiva en manos de Sadam Hussein, era una mentira clamorosa. Sadam era sin duda un dictador, el mismo al que sus enemigos finales trataban con suma cortesía mientras lo armaban y empujaban contra Irán. La foto desenfadada junto a sus socios, los pies encima de la mesa, es un malhadado soporte gráfico que no conviene a su figura

Tras estos tres nombres, nada. Rodríguez Zapatero mostró un entusiasmo peregrino por el gobierno autoritario de Erdogan en Turquía, preludio de su actual talante comprensivo con la dictadura de Maduro. De Rajoy tampoco podemos decir mucho en ese ámbito, y esta valoración recoge a Sánchez. A lo que digan Bruselas y Paris, y a lo que suponemos que dice Washington. Para colmo, la impericia a la hora de contrarrestar la propaganda separatista en el exterior, pagada con fondos del Estado cuya razón de ser se pone en cuestión, produce sonrojo. Mientras trabajé en el servicio exterior conocí buenos diplomáticos. “Tahúres de dedos ágiles, palabras vacías y nervios fríos”, como los definía Stefan Zweig. Muy capaces en su oficio: templar los nervios, morderse la lengua, barajar pacientemente hasta que luzca el naipe apropiado. Ocurre que donde hay patrón no manda marinero. Lo que nuestros diplomáticos saben y dicen no llega al puente de mando, no es atendido ni entendido. Desde hace quince años España no tiene política exterior, así de simple. Si tuviésemos un asomo de estrategia abordaríamos la inmigración irregular con un enfoque riguroso, por ejemplo. Una pregunta para terminar. ¿Saben a qué se parece un estado sin política exterior? A un estado fallido. No es un acertijo, es la realidad.
——
(*) Diputado nacional de Ciudadanos por Segovia.

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