La frase aparece documentada en una sátira de Juvenal. ‘Panem et circenses’. Pan y juegos de circo. Esa combinación de comida y entretenimiento constituiría la fórmula habitual –a juicio de Juvenal no la mejor– para gobernar a los romanos. Se dice que no mucho después, en el apogeo de Roma, el emperador Marco Aurelio explicitó tal opinión sin sonrojarse. Juvenal, literato mordaz, ganó renombre a finales del siglo primero de la era cristiana; acaso le moviese una añoranza patricia. Marco Aurelio representó la cima de la aristocracia antonina y preludió el declive. Hombre cabal y circunspecto, formado en la disciplina estoica, miró severamente a los cristianos porque adoraban a un Dios único, vulnerando así el orden natural, que divide la divinidad en avatares y máscaras heterogéneos. Dejó sus pensamientos por escrito en un texto que dio en llamarse ‘Meditaciones’, de lectura recomendable. Su autor lo compuso mientras enfrentaba a los cuados, una tribu belicosa y bárbara, en las orillas invernales no recuerdo si del Rihn o del Danubio. Si Juvenal expresó este “pan y juegos de circo” llevado por enojo de poeta, Marco Aurelio posiblemente lo asumiese con sosiego de filósofo o astucia de gobernante.
Es claro que el pan escasea con frecuencia, y no suele repartirse equitativamente, y entre los que mandan encima hay quien se lo roba. Pero cuando el pan es suficiente suena la música del circo, ya se sabe que no sólo de pan vive el hombre. Respeto mi infancia, vaya eso por delante. Las fieras y aquella gente que vivía entre las fieras. El hombre que metía la cabeza en las fauces de un león. La mujer que jugaba con un tigre, no sabías si a contentarlo o enfadarlo. Tristes y vociferantes los payasos; de pronto tejían –trompeta y acordeón— los sones de un pasodoble. Los trapecistas raudos y aplicados separaban el aire y se alzaban en la red, con una suerte de risueña altanería. También recuerdo la verdad, y su precavido ocultamiento. Acaso lleve razón Eurípides y la verdad no beneficie al sabio. No me beneficiaría a mí cuando niño. Se llamaba Pinito del Oro y caminaba prudentemente en el alambre. Caminaba sin red. Era frágil, menuda y minuciosa. Abajo, en la pista, deambulaba su marido, al quite de que ella no perdiese pie. Un desliz y si el marido no la agarraba Pinito del Oro se desgraciaba o se mataba. Esa era la verdad: sin red. Y era angustioso. Todos queríamos que volviesen la mentira y la fanfarria, y las fieras predecibles, y los payasos tocando pasodobles. Al hilo de esa percepción me he acomodado a la sospecha de que el teléfono inteligente llegue a ser nuestro mejor signo de inteligencia. El problema es la saturación. Sucedió con el Barroco y luego con el Romanticismo. El exceso. Y luego el diseño de los escaparates recargados, con una oferta supuestamente reservada a un público especializado. Recuerden la carrera espacial. Las palabras del ruso Gagarin: “He visto las estrellas y no he visto a Dios”. Las banalidades del americano Amstrong al volver da la luna. El silencio de la perrita Laika; nada dijo porque los perros no hablan y además volvió muerta. Apenas quedan noticias de naves y estaciones espaciales.
Vuelve la carrera de armamentos, a modo de revival, adaptada a la actualidad. Olvídense de acorazados, submarinos, bombas, incluso de los viejos aviones vayan despidiéndose. Recibamos las nuevas joyas, los misiles veloces e inmediatos, tan instantáneos como un ‘guasap’. Y para paladares selectos el último escaparate: el sorpaso tecnológico chino a los americanos. En época de mis abuelos les decían “el peligro amarillo”. Pasaron a llamarse “el gigante asiático”. Por fin son China. Algunos se preguntan si aparte de copiar con esmero son capaces de pensar e inventar por su cuenta. Si concluimos que para nosotros son China pero ellos se reconocen como “el imperio del Centro” estaríamos en el buen camino para despejar tales dudas. También pasará ese combate por redes, aplicaciones, por la inteligencia artificial; vaya disparate, como si la inteligencia fuese algo natural, y no un prodigio que se produce a ratos, por poco tiempo y casi siempre por azar. Permanecerá la fabulación publicitaria, donde prevalece el modo de anunciar y se difumina lo anunciado. Al final no anunciarán nada, y seguirán anunciando porque no saben hacer otra cosa.
En 1967 Guy Debord, un intelectual de su tiempo, escribió un libro sugerente con un título afortunado: ‘La sociedad del espectáculo’. Previno que la mercancía y la imagen codifican y anonadan toda relación. Observó que la conducta social pasaría a establecerse como representación. Le faltó subrayar que todo aquello que amaron o soñaron nuestros padres nos sería ofrecido como las cenizas de algo confuso y banal. El título del libro tiene tanto o mayor relieve que su contenido. Guy Debord era un hombre de grandes frases. De primeras damos pábulo al carácter visionario del autor. Se adelantó a lo que vino. O quizás le fue concedido vivir los acontecimientos como son, de manera atropellada y simultánea, fuera de calendario. De un modo u otro el texto surgió en medio de un auge moderado de la comunicación y la imagen: teléfono fijo, trenes y aviones, televisión en blanco y negro. En la actualidad afrontaría el señor Debord una disyuntiva: recluirse en un monasterio a rezar o maldecir y por supuesto a seguir bebiendo; darse a la molicie y convertirse en un influencer de altura, del rango de Paris Hilton o las hermanas Kardashian. Dado que nuestro hombre tradujo al francés las ‘Coplas a la muerte de su padre’ de Jorge Manrique me permito descartar la segunda opción.
Todos hemos ido al circo. Y lo hemos disfrutado, y lo disfrutaremos de cuando en cuando. También usted, desocupado lector. Pero ahora el circo ha venido a nosotros y no sale de nuestras vidas. Ni un minuto. Si vemos a alguien que cena con su familia o sus amigos sin el teléfono inteligente muy a mano –peor si cena solo– presumiremos una criatura huraña, un hombre lobo o un pirado. Prejuicios. Créame, ni usted ni yo queremos ser la hormiga solitaria en el hormiguero. Y no queremos caminar sin red sobre el alambre, ante los ojos espantados de un niño, como la osada Pinito del Oro. Nos conformaríamos conque una mano piadosa apagase las luces siquiera una breve noche de verano, una noche hermosa y única. Porque con tanto entretenimiento y tan vistoso aquí no hay quien pare, aquí no hay quien duerma.
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(*) Eduardo Calvo es Diputado nacional de Ciudadanos por Segovia
