En el corazón del otoño. La hojarasca se arrastra como una efervescencia a ras del suelo, como un mal sueño que espantamos abriendo bien los ojos. Flores para los muertos, algún que otro rezo para los santos. No olvidamos a quienes estuvieron aquí antes que nosotros. Nunca viene mal que nos echen una mano desde donde sea. Las hojas derrengadas preludian el frío. En América, hace más de un siglo, hubo una guerra de secesión. Triunfó la Unión y fue abolida la esclavitud. Sabemos de este asunto por las películas; es una historia antigua. La reyerta feroz de los Balcanes es más reciente. Las huellas de ese horror permanecen en la mala conciencia de Europa.
Conviene recapitular un mínimo. Aznar sacrificó la organización de su partido en Cataluña y se la entregó a Pujol y sus secuaces. Rajoy se escabulló sin rubor. Sáenz de Santamaría hizo el ridículo. Zapatero abrió las puertas de la secesión: aduló a los nacionalistas con la promesa de que todo lo que se aprobase en Cataluña sería de obligado cumplimiento para el Gobierno de España. Los nacionalismos vasco y catalán eran la tercera pata de un bipartidismo confortable y egoísta. Sánchez llegó al final del camino.
El PNV, Bildu y los independentistas de Rufián lo trajeron en volandas a Moncloa; como notario de los apaños figuró Podemos. Aparte de regañar suavemente a Torra, no es probable que Sánchez haga nada. Tras las elecciones de noviembre no valdrán ni las flores para los muertos ni las oraciones a los santos. Nos encomendaremos a esta tierra nuestra, lejos de los cielos. Y caminaremos hombro con hombro todos los que creemos en España.
Pero no olvidemos quién es quién y cómo se comportó. No es hora de repartir reproches a deshora; sí de recordar aquello que siempre salió mal, y no repetirlo. El socialista Juan Negrín tuvo que perder una guerra para corroborar la perversidad del independentismo. Es más que suficiente.
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(*) Candidato de Ciudadanos al Congreso
