La ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, está desaparecida. El ministro de Universidades, Manuel Castells, ya adquiere la condición de ministro fantasma, dadas sus frecuentes ausencias de la vida pública. Pocas veces ha aparecido, ha comparecido, ha hablado. Fuera de la anécdota, la cuestión posee absoluta relevancia porque, a tres semanas del comienzo de las clases, hay una incertidumbre grande sobre si se abrirán en el curso 2020-2021 los colegios y las universidades. Tampoco se sabe cuál es la alternativa para el supuesto de que no se abran; cuáles los medios utilizados para que la vuelta –en su caso- a los centros no contribuya aún más a la propagación del virus y, en última instancia, cuál va a ser el procedimiento lectivo para evitar el casi aprobado general que se dio en el curso anterior. Una generación no puede perder dos cursos de su vida académica, y más en un país que no cuenta entre sus activos más boyantes ni la enseñanza reglada ni la profesional, y en el que una ley de educación dura menos que un caramelo a la puerta –abierta- de un colegio.
La maldita pandemia vino de sopetón y cogió a todos desprevenidos. Más mal que bien pero se puede justificar las dudas iniciales, los errores, los cambios de criterio por parte del gobierno entonces. Pero ahora se ha tenido tiempo de programar con las comunidades autónomas la adopción de criterios unitarios; también con las Universidades. Ambas gozan de autonomía, pero en circunstancias ordinarias, no extraordinarias. La tozuda realidad ha demostrado cómo, después de unas semanas de gestión autonómica en materia sanitaria, el Gobierno central se ha visto obligado a tomar en parte el control ante la excepcionalidad de los acontecimientos. ¿Por qué se resiste en materia educativa?
Las comunidades autónomas han elaborado protocolos particulares y propios sobre el retorno a las aulas. Son diversos y diferentes. La concepción del Estado autonómico lo permite. Pero, repetimos, estamos en una situación excepcional en la que se requieren criterios unitarios, de país, para que no se amplíe la brecha educativa entre unas comunidades y otras. Si hay una ministra de Educación es para que ejerza; si hay un ministro de Universidades es para tres cuartos de lo mismo. La sanidad no es materia baladí, pero la educación tampoco. Y en este caso, se unen una y otra. A ninguna de las dos les viene bien la tardanza en la toma de decisiones, como se ha comprobado desgraciadamente en el pasado más cercano.