¿Es necesario la previa declaración de alarma por parte del Gobierno central para aplicar un toque de queda en un territorio o podría encajar en la regulación de la Ley Orgánica 3/1986 de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública?
Otra vez el debate está servido, y con ello la amenaza de la seguridad jurídica. El toque de queda no está incluido en la Constitución española, ni tampoco en la legislación que la desarrolla. Y después de lo sucedido con los tribunales en el caso de Madrid, solo dos figuras jurídicas se prestan a amparar una hipotética declaración: el Estado de Alarma y la citada Ley Orgánica 3/1986.
Hace un año nadie hubiera pensado en la posibilidad de la instauración del toque de queda como instrumento para limitar uno de los derechos de la persona: el libre movimiento. Tampoco antes de la pandemia ningún jurista hubiera pensado que los jueces avalarían la restricción de libertades fundamentales con el solo apoyo de una ley orgánica. Pero ha sucedido. Con la excepción de lo ocurrido en Aragón, que por cierto da que pensar. Después de que los TSJ correspondientes hayan respaldado el procedimiento, puede ser que el recurso a la Ley Orgánica 3/1986 fuera suficiente para la declaración de un eventual y puntual toque de queda, pero en todo caso tendría que ser ratificado por el tribunal competente: la Audiencia Nacional en el caso de la proclamación por el Gobierno, los TSJ correspondientes si lo hacen las comunidades autónomas. Pero, claro, después de lo de Madrid, el juego político entra en escena. El consejero de Sanidad pide al Gobierno que sea él quien lo declare, lo cual demostraría que el Estado de Alarma de Madrid es excesivo, y el Ejecutivo esperará a que tomen la iniciativa las comunidades o en todo caso consultar al Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, que fue lo que hizo antes de adoptar las medidas sobre Madrid que después el TSJ rechazó con un tremendo revés jurídico.
Sea como fuere, esta ley orgánica permitiría a una Comunidad Autónoma decretar el toque de queda (artículo primero: “Las distintas Administraciones Públicas podrán”…) como una de las medidas consideradas «necesarias» en caso del riesgo de carácter transmisible” (artículo tercero). Tendría que ser avalada, repito, por la instancia judicial. Lo que podría producir situaciones distintas dependiendo del criterio del Tribunal requerido al no haber jurisprudencia sobre el asunto dado que el Tribunal Supremo no se ha pronunciado de manera reiterada sobre la cuestión.
Por lo argumentado, parece que el único instrumento normativo que garantizaría una completa seguridad jurídica sería el Estado de Alarma, declarado por decreto por el Gobierno y que entra en vigor de manera inmediata “en el ámbito territorial” que estime oportuno (artículos cuarto y sexto de la Ley Orgánica 4/1981 que desarrolla el artículo 116, 2, de la Constitución) y por un plazo que no podrá exceder de quince días sin habilitación del Congreso de los Diputados (artículo sexto).
Y otra vez entra en acción el juego político. El Gobierno quiere que se lo pida el PP y que se comprometa a aprobar cualquier prórroga para que se evidencien sus cambios de postura dependiendo de cómo sopla el viento, y los populares que sea el Ejecutivo quien se moje y con carácter general. Y así están las cosas. Solo algo más: nos hemos acostumbrado a los precedentes y a la primacía de las medidas sanitarias. Está bien, pero si nos ponemos puristas y exquisitos ni siquiera es seguro que un Estado de Alarma pueda limitar “el libre ejercicio de los derechos y libertades fundamentales” (artículo trece de la Ley 4/1981). Más propicio para ello resultaría el Estado de Excepción, que corresponde declararlo al Congreso previa solicitud del Gobierno. Comprendo que no es momento para exquisiteces jurídicas, pero tampoco, y mucho menos, para estratagemas políticas.
