En la Tierra de Pedraza había muchas olmas, pero dos destacaban sobre todas las otras: la de la Plaza del Mercado, en la Villa, y la que se había plantado, quien sabe por quien, junto a la ermita de la Virgen de las Vegas. Ésta se plantó cuando su antecesora se había convertido en un cilindro de cortezas carcomidas. O por lo menos, eso era lo usual, aunque no haya constancia de ello en ninguna crónica: si una olma, entre tres o cuatro veces secular, amenazaba con derrumbarse, se plantaba otra muy cerca para que la sustituyera. Yo conocí cerca de la ermita de la Virgen de las Vegas el tronco de una, que debía ser muy antigua, reducido a un círculo que apenas sobresalía un palmo del suelo y el de su sustituta, poderoso. Hoy, un amigo me ha mandado la fotografía de esta última, hecha un desgarro.

Una olma junto a un templo fue durante siglos un díptico que definía muchos paisajes castellanos. Recuerdo haber ido de niño en carro a la romería de la Virgen de las Vegas; y haber comido cordero asado sentado en una manta que mi madre, lo mismo que hacían otras muchas mujeres, tendía a la sombra de una olma de tronco grueso y copa inmensa, que es la que ve, un tanto oscura, en esta fotografía hecha muchos años después. La olma, bajo la cual cabíamos todos, sin hojas parece empequeñecida; la ermita que el arquitecto Alberto García Gil acababa de restaurar, brillante a la luz de la mañana.

He viajado muchas veces, solo o con mi familia, por la carretera junto a la que se levanta la ermita de Nuestra Señora de las Vegas. Si pasaba con mis hijas me gustaba detener el coche y mostrarles ese hermoso paisaje de mi niñez, con los enebros de la ladera cercana, la pradera, el templo y la olma. Luego nos acercábamos al atrio y les hacía ver las esculturas de los capiteles y la Anunciación de la portada, con las toscas figuras de Gabriel y María labradas en las enjutas. Y terminábamos rodeando la iglesia para llegar a la fachada de poniente donde les contaba que, antaño, las gentes que por allí pasaban se asomaban por una ventanita que les permitía ver la imagen de la Virgen y rezaban.

Un mal día, día malo, llegó a estas tierras la grafiosis, una enfermedad que atacó a los olmos y esta olma de la ermita de la Virgen de las Vegas, grande pero no tan vieja, se secó. Fue casi de repente así que nadie había previsto poner otro olmo joven que, pasados los años, pudiera servir de sustituto. Sin embargo, decidieron que lo que aguantara de la vieja olma, de la venerable olma que tanta sombra dió, permaneciera en pie. Y no la cortaron. Y el grueso tronco, cada día más gris y con menos corteza, se mantenía erguido, llamando la atención de las gentes y contrastando con los colores y volúmenes de la ermita.

Un mal día, otro mal día, de noche, alguien, valiéndose de una maroma que ató a las rejas de una ventana abierta en el atrio y tirando con un tractor, entró en el santuario perdido en medio de aquella vega llevándose orfebrería y ornamentos. Y en sucesivas entradas acabaron robando hasta el retablo. No la imagen porque los vecinos del cercano lugar de Requijada, en cuyo término está la ermita, con buen criterio, decidieron trasladarla a sus casas. Lo que sigue es bello y entrañable: cada año, al llegar la festividad de María que se celebra en septiembre, bajan la imagen a la ermita y la procesionan por el entorno. Ya nadie tiende la manta bajo la olma seca que no da sombra, pero su tronco sigue en pie, todos los romeros le dirigen miradas y algunos se acercan y le tocan con las manos, como en una caricia.

En los lugares de Castilla -nosotros aprendimos a llamar lugar al pequeño núcleo de población que ahora llaman pueblo- la olma plantada junto a la iglesia no era sólo un árbol. Era un símbolo y a su sombra se debatían cuestiones que atañían a la comunidad, reuniones de Concejo, y en los días de procesión bajo ella se celebraban las munadas -o almunadas-, nuestra forma de decir subastas, que otorgaban el derecho de cargar con los palos de las andas con las que se llevaba la imagen. Ahora, como la enfermedad del olmo no ha desaparecido, junto a la olma caída se ha plantado un cedro. Así lo han hecho los vecinos de Requijada en la ermita de la Virgen de las Vegas. Espero que los cedros, árboles también de porte espectacular, luzcan en el futuro al lado de los templos como los olmos lo hicieron.

La mayor olma de la Tierra de Pedraza era la que crecía protegiendo con su sombra a quienes acudían al mercado que se celebraba en la Villa todos los martes. A él llegaban vendedores de verduras que se cogían de las huertas cercanas, de telas, de calzado, de cacharros, de comestibles, de quincalla… Y a él acudían de los lugares de la Tierra quienes necesitaban mercar algo de lo ofrecido: aperos de labranza, bacalao seco, pimentón para la matanza, velas para el portacirios… Y en día de mercado fue cuando uno de los Zuloaga, ¿Daniel, Ignacio?, tomó esta fotografía de la olma con sus ramas extendidas sobre quienes a mercar llegaban. Foto conservada en el Museo Zuloaga, de Segovia.

Las gentes llegaban hasta la olma para, según su edad y condición, jugar, charlar, soñar… Era lugar de encuentro que se llenaba con la risa de los niños y con las añoranzas de los viejos. Para que los llegados pudieran sentirse cómodos era frecuente que en torno a su tronco se construyese un poyo corrido, sin ningún lujo, con tosca mampostería. La instantánea, cuyo autor desconozco, ha captado la sensación de poder del grueso tronco, el poyo que la rodea y, como contraste, lejanos, las ligeras columnas que adornan uno de los costados de la Plaza Mayor de Pedraza.

En Pedraza no había vecino, pequeño o grande, al que no le gustara acercarse a la olma; y veces había en que el poyo corrido no era suficiente así que, cuando el consistorio observó que faltaba sitio para sentarse, acordó doblarle, haciéndolo de dos alturas. Y en esas se estaba cuando, año 1932, llegaron a la Villa las Misiones Pedagógicas con su magia de imágenes y palabras. Necesitaban escuelas, salas de baile o plazas para organizar recitaciones y lecturas de poesía popular, romances, poesía moderna, cuentos y leyendas. El local que les pudieron ofrecer era pequeño y bajo de techo. ¿Qué importaba si a los niños les podían leer poemas bajo el ramaje de la olma? Quien lee es Luis Cernuda, poeta grande de la Generación del 27. Es posible que luego, ni en España ni en Méjico, donde hubo de exiliarse, tuviera un aula mejor.

Esta es otra instantánea del mismo escenario y con los mismos protagonistas: la gran olma y, sentados en el poyo que la circunda, el poeta Luis Cernuda y la chavalería de Pedraza. Lleva registro 0176-ALBUMC, y como la anterior, 0177-ALBUMC, se halla en la Residencia de Estudiantes de Madrid, a la que agradezco que me las haya proporcionado. Un romance que no podría faltar en “tierra de pastores” sería el ancestral de La loba parda: Estando yo en la mi choza / pintando la mi cayada / vide asomar siete lobos / por una oscura cañada…

El escritor Noel Clarasó había oído decir que alguien señaló a Pedraza como lugar de nacimiento del emperador Trajano. Dejó a un lado la historieta y escribió sobre lo que en la Villa de verdad vio y admiró: “Pero Pedraza tiene dentro de sus murallas algo que vale más que Trajano el enorme. Y ese algo es un árbol. Y ese árbol es como el castillo: rudo, inmenso, viejo e inmortal”. Pero creció tanto aquel árbol que sus ramas dañaban los edificios próximos y, para evitarlo, le cortaron las inferiores. Con lo que quedaba, tronco y ramas altas, seguía ofreciendo imagen de volumen y subyugante poderío aunque, signo de los nuevos tiempos, su sombra ya no era buscada por mercaderes y vendedores sino por automóviles que poco a poco fueron sustituyendo a mulas y burros. ¿Contribuyeron a su daño con sus emisiones de gases?

Y el admirado Noel Clarasó siguió escribiendo sobre este árbol: “Es tan viejo que asombra, tan fuerte que pasma. Cuando Pedraza no exista, sin duda la olma seguirá tendiendo sus ramas sobre el vasto sepulcro”. Pero llegó la grafiosis. El hongo dañino taponaba los vasos del árbol impidiendo que circulara la savia y acabó muriendo. Los síntomas se hacían evidentes cuando empezaban a secarse las hojas de algunas ramas mientras las demás seguían verdes por loque se intentó atajar el mal podando las que se secaban. El árbol enorme, como podemos apreciar en esta fotografía, perdía volumen y prestancia.

Noel Clarasó, y fue el único que lo hizo, seguía enhebrando elogios a lo que él pensaba que en Pedraza no tenía igual: “Hoy reina sobre la Villa, y el castillo, con sus viejas leyendas y fulgurantes historias no vale lo que ella vale”. Pero todo acabó con la grafiosis que la secó. Sin embargo, entre los vecinos no faltaron quienes, como en Las Vegas, quisieron mantener la memoria de lo que había sido y reforzaron su tronco bien podado, dentro del mismo cerco de piedra a donde ya no llegaban ni las risas de los niños ni las añoranzas de los viejos. Quienes hasta ella se acercaban sólo alcanzaban a ver la imagen de un gigantesco yo-yo que nada simbolizaba. Había dejado de reinar, así que cortaron el tronco y donde estuvo la olma gigantesca plantaron un tilo.
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* Supernumerario de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce
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