En todo caso, la huella de Pietro Torrigiano es evidente en todos estos autores, en especial en el tratamiento de las guedejas que modulan las barbas y los cabellos y en el cuidado con que diseña la anatomía de sus santos, pero también en la dulzura de sus Vírgenes. El San Jerónimo penitente (1604) –magnífico, una de las obras cumbres de la exposición- de Martínez Montañés ejemplifica lo apuntado por el cronista no más se tenga la curiosidad de compararlo con el que del italiano Torrigiano se custodia en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, una de las obras maestras del arte universal en materia de escultura. Lástima su ausencia en una exposición en la que están presentes los precedentes de Fernández y Martínez Montañés, ya sea Francisco Rincón o Pompeo Leoni, Jerónimo Francisco García o Pablo de Rojas, grandes escultores todos y ejemplo de la superación, o al menos el intento, del manierismo y romanismo y la apertura del camino hacia el naturalismo –también en la pintura se constata ese trayecto en la obra del primer Velázquez o el primer Murillo-. Por el contrario, ni Juan de Juni o Alonso Berruguete tiene la representación que se pudiera desear como omnipresentes precursores, que se decía. O Jerónimo Hernández, Gaspar Núñez o Juan Bautista Vázquez. Pero no es ni mucho menos una crítica, sabiendo las limitaciones de espacios de toda exposición. Y que en ocasiones lo mucho apabulla y hace perder la perspectiva al no iniciado.
A lo que se iba antes de esta extensa digresión: se suele diferenciar entre la escuela sevillana y la castellana a la hora de hablar de la escultura barroca que termina el XVI y acopia años hasta la primera mitad del XVII. Se mantiene de común que la castellana tiende hacia un trágico patetismo, ausente de idealización alguna y con figuras cargadas tanto de emotividad como de tragedia. La profusión de la sangre, de las heridas y llagas en los crucificados, de la tensión de venas y tendones, del agónico último hálito marcado en la expiración ayudaban en el propósito de la misma manera que los paños duros y acartonados en las figuras de la Pasión o la utilización de astas de toro, cristales, resinas y otros en la búsqueda de un naturalismo que dejara cojo al realismo y al clasicismo precedente de los tiempos no muy lejanos del Renacimiento.
En cambio, la escuela andaluza, sin huir de la dramatización de las figuras, manifiesta de manera paralela una elegancia de líneas y una delicadez en la expresión, y todavía no desdeña de manera tajante en su lenguaje de los logros del clasicismo anterior. Sevilla era, en los tiempos de Montañés, un verdadero pósito de esculturas clásicas que lucían con empacho en colecciones nobiliaria, lo que llevó a estos escultores a conocer el busilis de la estatutaria de la antigüedad fundamentalmente en lo referente al tratamiento de la anatomía y a las proporciones métricas pero también anímicas. No es de extrañar que los yacentes y la figura de la Piedad no abunden en la imaginería sevillana con la misma contundencia que en la castellana. Sí tienen excelsa representación ambas iconografías en la obra de Fernández. Si el cronista no se equivoca, contabiliza hasta once yacentes y cinco piedades –o Quinta Angustia, o Sexta Angustia, que de todas estas maneras se advoca- salidos de la gubia de Fernández. También en la exposición se muestran Nuestra Señora de la Piedad (1625), que de ordinario luce en la parroquia de San Martín de Valladolid, y el Cristo yacente, de las Clarisas de Medina de Pomar, uno de los mejores tallados por el escultor, realizado años antes de ese otro yacente magnífico hoy depositado en la catedral de Segovia, una de las últimas obras que se le conocen al autor.

Mas, oh sorpresa, las simplificaciones suelen ser cargadas por el diablo, y en ocasiones la escolástica tiene sus límites. Lo bueno de esta exposición es la comparación de miradas en la búsqueda de puntos dispares pero también en los comunes. Se cita a continuación un ejemplo que puede suponer un ejercicio para el observador: váyase, sin ir más lejos, a la magnífica escultura de San Ignacio de Loyola (1623). Obsérvese el rostro dulce y la mirada viva y cómplice del santo, ayudado por un ligerísimo contraposto del cuello. Solo las venas del parietal muestran la tensión que no se refleja, sin embargo, en los plegados quebrados del manto y de la capa. Diríase que todo el clasicismo imperante en la talla –y que tanto casa con su hogar tradicional: la Real Iglesia parroquial de San Miguel y de San Julián- es más propia de la escuela andaluza. Y, sin embargo, es obra insigne de Gregorio Fernández.
Algo semejante ocurre con las Inmaculadas del mismo autor. Se mantiene por algunos tratadistas que Montañés y Fernández fijan dos modelos de representación en cada uno de sus territorios de operación: exquisito y delicado, el sevillano, monumental en el caso del gallego devenido vallisoletano. El culto a la Virgen María fue impulsado por el Concilio de Trento. La monarquía española y el propio pueblo español fueron fervientes defensores del dogma de la Inmaculada Concepción. Sevilla hizo causa de la cuestión –de ahí después el apelativo de la tierra de María Santísima-, viviéndose confrontaciones de sangre durante el XVII entre franciscanos -partidarios del dogma- y dominicos, contrarios. Valladolid también se unió a la defensa del dogma, que todavía tardaría tres siglos en llegar. Contempladas las figuras, las diferencias se desvanecen. Las Vírgenes niñas de Fernández con las guedejas sobre la capa tienen su propio y particularísimo lenguaje. Pero no difieren en monumentalidad de las de Montañés, como se puede observar en la, por otro lado fantástica obra de este (c.1625), que engalana la exposición, con su espectacular capa, su trazado trapezoidal y el trono de serafines que junto con la luna sostiene a la Virgen. Cosa distinta mantendría este cronista si la comparación fuera con Alonso Cano y su Inmaculada de la catedral de Granada.

El juego de los intercambios va más allá, y se anuncia en la propia portada del por otro lado magnífico catálogo que cuenta con destacables textos de los dos comisarios de la exposición, los catedráticos Jesús Palomero y René J. Payo. En la portada, se decía, aparecen espalda con espalda, compartiendo el golpe de vista, el ecran, el escenario expositivo de la página con el lector, dos magníficas obras presente en la exposición: el San Jerónimo Penitente (1604) de Juan Martínez Montañés, y el Ecce Homo (1620) de Gregorio Fernández.
Sin duda alguna se trata de dos de las mejores obras del barroco escultórico español. Y en las que se entremezclan los lenguajes, que es la tesis que el cronista mantiene en esta parte del escrito. El Ecce Homo de Fernández es de un virtuosismo tan llamativo como la ausencia de dramatismo; y la serenidad de la expresión, y el realismo equilibrado con que trata la anatomía, y la cadencia que se observa en la disposición de las distintas partes del cuerpo la hacen una obra indiscutible de un Fernández machuaduro y dominador de la gubia.
El San Jerónimo Penitente (1604), al que ya se ha citado, pertenece al primer barroco de Montañés. El escultor tenía treintaiséis años. No se oculta el manierismo del que nunca abjurará el autor –sí se alejará, sin embargo, del romanismo que tiene su expresión en el mastodóntico San Cristóbal (1597-1598), que arriba a Valladolid desde la sevillana Colegiata del Salvador-, ni su dependencia de los cánones de Torrigiano; los acusados pliegues del paño de pureza que llegan hasta el suelo, las carnes enjutas hasta el máximo, el vigor que expresa el rostro, la tensión de las venas del cuádriceps izquierdo, el genial mechón de pelo sobre la frente, nos enseñan a un Montañés en la cumbre del barroquismo, y por lo tanto del patetismo inherente a él.

¿Han cambiado las tornas o son dos ejemplos que enriquecen, por hacerla más compleja, la mirada del observador sin perjuicios? Es la fortaleza de esta exposición: permitir la comparación; el contraste; la superación del paradigma. Por eso complementa en mucho a la que con vocación de integral se desarrolló en Sevilla sobre Martínez Montañés a finales del 2019 y principios del 2020.
No sería justo terminar este recorrido por la extraordinaria muestra sin poner el acento en otro aspecto en nada baladí: la excelente policromía que se observa en las tallas. Nombres como Marcelo Martínez, Juan de Uceda Castroverde o Francisco Pacheco –suegro de Velázquez, a quien se le debe, por cierto, una de las obras literarias de tanta relevancia como su Arte de la Pintura, en donde fijó, por citar un ejemplo, el canon para la representación de Cristo en la Cruz, que seguiría su yerno. De Pacheco se cuelga una pintura en la exposición que muestra lo que afirma el cronista: Cristo crucificado (1614)- enriquecen de manera significativa la talla salida de la gubia de los maestros. Justo es que se reconozca su contribución a la historia del arte.
En lo anteriormente escrito, el cronista ha hablado de estilo y de lenguaje, de gubias y de tallas. No obstante, hay que remarcar como colofón que el barroco en la imaginería española trasciende lo dicho. Lo ha recogido con exactitud Juan Manuel de Prada en un ilustrativo artículo sobre esta magnífica –no nos cansamos de repetirlo: lo que abunda no daña- exposición y publicado en ABC el 16 de noviembre último. El barroco español representa en unas imágenes el pulso, la tensión, que existe entre el destino sobrenatural pretendido por el ser humano y su condición terrenal, antítesis que no puede derivar sino en dramatismo y a la vez en esperanza, en misticismo y en naturalismo, en carne castigada –memento mori- y en la búsqueda –con la mirada, con los gestos, con la desnudez- del triunfo del alma. Conmoción y sobrecogimiento. La belleza al servicio del mensaje.
