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Dos genios del barroco español: Gregorio Fernández, y Martínez Montañés (I)

por Chuan Orús
29 de diciembre de 2024
en Segovia
Retablo de las Dos Trinidades, de Juan Martínez Montañés, 1609.

Retablo de las Dos Trinidades, de Juan Martínez Montañés, 1609.

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Una exposición sobre Gregorio Fernández y Martínez Montañés pone cara a cara a los dos genios del barroco español, perteneciente uno a la escuela castellana y el otro a la sevillana. La muestra permite la comparación, pero también superar clichés y prejuicios comparativos.

El cronista en esta ocasión viaja a Roma para admirar un nuevo cuadro de Caravaggio –Michelangelo Merisi- que ha salido a la luz por primera vez. El cuadro, Retrato de monseñor Maffeo Barberini, se expone en el palacio propiedad de la familia, y que el retratado, después Urbano VIII, construyó para mejor gloria de su linaje. Los Barberini han pasado a la historia por la construcción del palazzo, un eslabón más de la tremenda cadena que transformó Roma a principios del siglo XVII. Quod no fecerunt barbari, fecerunt Barberini. Tal fue la transformación urbanística que vivió la capital romana en el transcurso del clasicismo del XVI al barroco del XVII. Roma experimentó el cambio que no quiso realizar Segovia en el XVI. Quizá porque los señores de la época –los nobles nuevos enriquecidos con la lana y con el paño; con los cargos administrativos de nuevo cuño, y con otros avatares- no querían introducirse en grandes inversiones, acostumbrados a la contención de costes y a estudiar el retorno de cada gasto. O quizá, solo quizá, porque la acrópolis de Segovia no daba para muchas florituras. Hoy, las portadas, y en ocasiones las fachadas, graníticas y los patios del mismo material son el único ejemplo del cambio de la época. Son magníficas, con una mezcla excelsa de gótico isabelino, clasicismo, plateresco y un refinado toque manierista, pero ejemplo de un cambio de rumbo centrado en el apogeo arquitectónico, no en el urbanístico.

El propio palazzo es un ejemplo de ese nuevo estilo que se imbuía en Roma de la mano de dos genios: Bernini y Borromini. Más clásico y contenido el primero, más juguetón con las formas el segundo. El barroco en Italia es teatral, adora lo cóncavo y lo convexo a la vez y en una misma crujía; el juego del espacio y de la forma; de la luz y de la sombra, del trampantojo; de la mezcla de limpidez en el ornato –que no la sencillez- con lo recargado y pedante si encartaba. Su expresión es la arquitectura. En España no ocurre lo mismo. En España el barroco tiene su máxima expresión en el interior de las iglesias: en los retablos y en la escultura: buscando concitar más emociones que juego intelectual; más atrapar por el corazón que por la mente. Cuestión de Trento, sin duda, pero también de carácter. Y por supuesto muestra su espíritu juguetón en esas yeserías que recargan todavía hoy frisos que recorren la nave –de normal única- del templo, los tambores de las cúpulas del presbiterio, las bóvedas con lunetos de la misma nave. Algunas con figuras pintorescas: seres esquemáticos sin piernas que recuerdan a los presentes algunos capiteles románicos y de cuyas partes bajas penden de manera insospechadas colgajos y candilieiris. Acérquese el lector curioso a la iglesia de Santo Tomás en Segovia y contemplará de qué se trata lo hablado.

EL Retrato de monseñor Matteo Barberini está datado entre 1599 y 1603. Artista y retratado frisaban los treinta años. Todavía mantiene algunas líneas de estilo clásico, como la colocación del personaje, el perfil realista de la figura, el tratamiento de las manos o la limpidez de la piel del clérigo. Pero ya se adivina lo que será el estilo futuro de Caravaggio, como el tratamiento de las sombras o los contrastes de estas con la luz.

Talla de Gregorio Fernández de la Virgen de las Candelas, de 1630.
Talla de Gregorio Fernández de la Virgen de las Candelas, de 1630.

El cronista viaja ahora unos miles de kilómetros al oeste. Justo hasta Valladolid. Justo hasta la non conclusa catedral de Valladolid, una de las más tardías sedes episcopales de España. Allí, enclavada en los pies del lugar en donde sienta su cátedra el obispo, se ha inaugurado hace unas semanas una exposición en la que se hermana la obra de Juan Martínez Montañés y de Gregorio Fernández. Quizá los máximos representantes del barroco escultórico español. Quizá los representantes más señeros de eso que se ha venido en llamar –por mor de la manía de la creación de escuelas, de las divisiones, de las clasificaciones, del reduccionismo a la hora de fijar los elementos definitorios de la obra de tirios y de troyanos- escuela sevillana y escuela castellana.

En esas mismas fechas en las que Caravaggio empezaba su prodigiosa madurez artística llegaba a Valladolid, desde su tierra natal en Sarria (Lugo), Gregorio Fernández. Valladolid bullía en todos los aspectos. Era una de las capitales financieras y artísticas de España y pronto se erigiría, aunque por breve espacio de tiempo –cuatro años, de 1601 a 1605-, en capital administrativa con el traslado de la corte de Felipe III por intervención del duque de Lerma. Juan de Juni había fallecido en 1567, y Alonso Berruguete en 1561. También lo había hecho Pedro Bolduque, 1595, pero el legado artístico de los tres se palpaba en el ambiente. El caso de Francisco Rincón (1567-1608) es diferente. En esos años recorría su última etapa artística. La carga monumental y la fuerza expresiva de la obra de los dos primeros todavía permanecía latente en el imaginario artístico de Castilla y de León, y en especial en Valladolid, como se vislumbra en alguna obra hoy atribuida al taller de Pompeio Leoni, como el magnífico Cristo de las Mercedes, colgado en la iglesia de Santiago vallisoletana, o el Cristo del Calvario, este sí salido de la gubia de Leoni, contratado en 1605 para el convento de San Diego. A Pedro Bolduque y a Francisco del Rincón se les puede atribuir el acento en el realismo y en el naturalismo que ya impregnaron la obra de Fernández a su llegada a Valladolid. A Bolduque lo conocen los segovianos por su participación en el retablo de la capilla dedicada a Santiago de la catedral de Segovia.

Parece innegable el conocimiento que tuviera Fernández del Cristo Atado a la columna de la iglesia de San Miguel de Cuéllar, de Pedro de Bolduque, o del Cristo de la Clemencia, este con atribución al mismo autor, que procesiona en la Semana Santa de Medina de Rioseco. Pero no se puede entender la evolución del primer Gregorio Fernández sin la presencia en su vida de Francisco del Rincón, pionero en la erección de pasos procesionales complejos –La elevación de la Cruz, salida de su gubia entre 1604 y 1607 y todavía con regustos manieristas en la configuración de las imágenes- y a cuyo genio se debe uno de los Crucificados que más impresiona al cronista, cual es el Cristo de los Carboneros, expuesto a los pies de la iglesia de Nuestra Señora de las Angustias, de Valladolid.

La comunión artística, profesional y familiar de Gregorio Fernández con Rincón parece no estar sometida a dudas, con independencia de si el primero participara o no en la creación del paso procesional de La elevación de la Cruz, lo cual no dejaría de ser sino una simple anécdota. Años más tarde, y en su época de madurez – entre1623 y 1624-, Fernández compondría El descendimiento, ubicado en la iglesia de la Santa Vera Cruz de Valladolid –ella por sí sola supone uno de los mayores museos sobre el escultor que existe en España- que protagoniza la Procesión General del Viernes Santo vallisoletano.

Una de las magníficas ofertas de la exposición que este cronista tiene intención de comentar es la posibilidad que posee el espectador de inmiscuirse entre las imágenes de bulto con las que se encuentra de frente, con una perspectiva que es muy complicado, por no decir imposible, mantener en otras circunstancias digamos que más cotidianas.

Imagen tomada durante la inauguración de la exposición, donde una visitante contempla la Virgen de la Inmaculada con el canónigo Mateo Vázquez de Francisco Pacheco, 1621.
Imagen tomada durante la inauguración de la exposición, donde una visitante contempla la Virgen de la Inmaculada con el canónigo Mateo Vázquez de Francisco Pacheco, 1621.

Temporalmente hablamos de bien entrado el siglo XVII. Momento de exultación del barroco en la imaginería; de la consolidación del artista que sustituye al artesano medieval; de la madera en la escultura frente al mármol o al bronce. Sin embargo, el visitante curioso podrá contemplar, precisamente en la fisonomía de uno de los sayones de El Descendimiento –y en especial de sus brazos-, los restos del romanismo castellano, uno de cuyos principales representantes fue el gran Gaspar Becerra, a quien se debe el extraordinario retablo de la catedral de Astorga, un magnífico ejemplo de la huella que dejó impreso el siglo XVI en Castilla y León.

Porque, en última instancia, la exposición que da origen a estas letras sirve para alejar principios preconcebidos, filiaciones estilísticas forzadas y perennes, sociedades y escuelas inmutables. La historia del arte es la de un continuo traspaso entre estilos y sociedades artísticas, corrientes y adscripciones permanentes. La obra de Gregorio Fernández alcanza la cumbre del barroco castellano, sin duda. Pero en muchas manifestaciones salidas de su gubia se palpa la veta del clasicismo, del manierismo, del romanismo. El cronista tendrá tiempo de romper con clasificaciones tan exageradas como poco ciertas a lo largo de su relato.

Y empieza por disipar las disparidades estilísticas entre escuelas. Se ha hablado de Gregorio Fernández y de sus orígenes, no tanto de Martínez Montañés (1568-1649: es decir, vive trece años más que Fernández). Ahora lo hacemos. Su formación pivota entre Granada y Sevilla, aunque a los veinte años ya reside de continuo en la vieja Hispalis, en donde formó un taller muy importante del que salieron numerosísimas obras. Seguidores suyos fueron Juan de Mesa –magnífico escultor que se enseñorea en la Semana Santa sevillana y que tiene una Cabeza degollada de San Juan Bautista (1625), sobrecogedora, en la exposición, casi haciendo juego con la de San Pablo, de Alonso Cano, de una perfección formal exquisita que se luce en la catedral de Granada; no obstante, si tuviera que elegir el cronista entre las obras de Mesa, lo haría por el Cristo de la Agonía, con sede en San Pedro de Vergara, Guipúzcoa, una producción imprescindible si se quiere entender el barroco hispano en sus variantes- y el ya citado y gran Alonso Cano, que igual tallaba, que pintaba o que diseñaba la espectacular portada de la catedral de Granada.

FICHA TÉCNICA

Gregorio Fernández y Martínez Montañés. El arte nuevo de hacer imágenes.

Lugar y fechas: Catedral de Valladolid 12 nov.2024 – 2 mar.2025

Comisarios: Jesús Palomero y René J. Payo

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