Es un hecho comúnmente aceptado que la gran aportación de Domingo de Soto a la Escuela de Salamanca fue la de sintetizar y difundir las ideas de Francisco de Vitoria. Siendo esto cierto, no es justo reducir a un personaje de la talla de Soto al papel de mero imitador de su maestro. Lo que queremos hacer aquí es mostrar las tesis más importantes y originales de su pensamiento aprovechando que este mes se cumple el quinto centenario de su llegada al Convento de San Esteban – en cuyo Panteón de teólogos se halla enterrado – y a la Universidad de Salamanca.
Domingo de Soto nació en Segovia en 1495. Hijo de una familia de labriegos, sus buenos resultados en los estudios de latinidad le valieron para que las autoridades eclesiásticas se fijaran en sus capacidades y lo enviaran a la Universidad de Alcalá en 1512. Allí comenzó su formación en artes – lo que ahora conocemos como filosofía -, la cual completó en la Universidad de París entre 1517 y 1519. Durante esos años, iniciaría también sus estudios en teología en el Colegio de Santiago, donde un joven Francisco de Vitoria utilizaba la Suma teológica de Tomás de Aquino para explicar esta disciplina. Tras volver a Alcalá en 1519, Soto ejerció como profesor de artes hasta que en 1524, a raíz de una fuerte crisis espiritual, decidió dejar la enseñanza. Por suerte, recuperó su vocación académica y a finales de 1525, tras ordenarse dominico, se trasladó al Convento de San Esteban de Salamanca. Ya bajo la tutela de Vitoria, se doctorará en teología y obtendrá la cátedra de Vísperas en 1532.
Soto detentó esta cátedra de la Universidad de Salamanca hasta su partida al Concilio de Trento en 1545, aunque sus intereses durante esos años no fueron meramente teológicos. Su prestigio como profesor en artes hizo que la Corona le encargara la reforma del plan de estudios de filosofía y la redacción de una serie de manuales sobre lógica y física que se acabarían utilizando en gran parte de las universidades del reino. Es aquí donde encontramos una de las mayores aportaciones del segoviano a la historia del pensamiento. En la cuestión tercera del libro séptimo de sus Cuestiones sobre los ocho libros de la Física de Aristóteles nuestro autor dice lo siguiente: “Este tipo de movimiento [uniformemente disforme con respecto al tiempo] propiamente sucede en los [cuerpos] movidos de manera natural y en los proyectiles. Donde un peso cae desde lo alto por un medio uniforme, se mueve más veloz en el fin que en el principio; sin embargo, el movimiento de los proyectiles es más lento al final que al principio. El primero aumenta de modo uniformemente disforme y el segundo, en cambio, disminuye de modo uniformemente disforme”.
Obviamente, Soto se refiere a esos famosos 9,8 m/s2 con los que, tal y como demostraría Galileo cincuenta años después, la gravedad acelera los cuerpos que caen en nuestro planeta. ¿Quiere esto decir que el segoviano fue un científico de la Nueva Ciencia como Copérnico, el propio Galileo o Newton? Creemos que no porque no matematizó ni comprobó experimentalmente su hipótesis, dos de los principios metodológicos fundamentales de la física moderna. Sin embargo, tal y como han señalado grandes filósofos e historiadores de la ciencia, es del todo seguro que las investigaciones del astrónomo italiano se habrían visto retrasadas o impedidas si Soto no hubiera hecho pública su intuición sobre la caída de los graves.

Como dijimos, Carlos V elegirá a Domingo de Soto en 1545 para participar en el Concilio de Trento como teólogo imperial y este aprovechará la oportunidad para dar a conocer las tesis de la Escuela de Salamanca a nivel internacional. Su estancia en Italia finalizaría abruptamente cuando el emperador requirió de nuevo sus servicios para la negociación del Interim de Ausburgo de 1547, un tratado que debía poner fin a las guerras entre católicos y protestantes que asolaban Alemania desde hacía más de dos décadas. Soto tuvo éxito en esta empresa y el rey debió quedar contento con su trabajo porque ese mismo año lo nombraría confesor imperial, cargo al que el dominico renunció en 1550 para retomar la docencia en la Universidad de Salamanca.
Entre 1550 y 1560, coincidiendo con su segunda etapa como maestro en teología, se producen dos de los hitos más famosos en la carrera de Soto. El primero es su designación en 1550 para actuar como secretario en las famosas Juntas de Valladolid, un comité de teólogos que, con el pretexto de dirimir las controversias filosóficas entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda, debía sentar las bases de una nueva legislación indiana para la Corona.
La participación de Soto en el debate sobre la conquista de América no debe extrañarnos, ya que este había tenido su primera toma de contacto con el tema a través de una obra publicada quince años antes: la Relección sobre el dominio de 1534. Al tratar allí acerca de la propiedad sobre las cosas y del poder político, el teólogo segoviano realiza la siguiente afirmación: “¿Con qué derecho retenemos el imperio ultramarino que ahora se descubre? En verdad, yo no lo sé. En el Evangelio tenemos: Id y predicad el Evangelio a toda criatura; de donde nos es dada la potestad de predicar en todo lugar de la tierra (…) Por lo cual, si no estuviésemos seguros, podemos defendernos de los insulares a sus expensas; pero tomar más allá de esto sus bienes o someterlos a nuestro imperio, no veo por donde nos venga tal derecho. Mayormente cuando el Señor, enviando a los discípulos a predicar, no los envió como leones, sino como ovejas en medio de los lobos; no solamente sin armas, sino sin bastón, sin bolsa, sin pan, sin dinero y añadió: En cuanto a aquellos que no os recibieren, saliendo de aquella ciudad, incluso el polvo de vuestros pies sacudíos en testimonio contra ellos. No dijo que en contra de su voluntad les predicásemos, sino que, saliendo, dejásemos la vindicación a Dios”.

Lo que Soto dice en este fragmento tan atrevido para su tiempo es lo mismo que defenderá años después en Valladolid y en la Relección “An liceat” de 1553. A su juicio, los seres humanos están autorizados por derecho natural y de gentes a la libre comunicación de las ideas, cosa que permite a los españoles la predicación del Evangelio en cualquier punto del mundo. Esto puede hacerse siempre que sea de forma pacífica y sin violar otros derechos de la comunidad receptora como el derecho a la libertad, a la propiedad privada y a gobernarse autónomamente sin ningún tipo de injerencia externa. Si los indios usaran la fuerza para impedir la tarea de los predicadores, los castellanos tendrían potestad para defenderse usando, incluso, los bienes de los americanos; pero esto solo sería lícito mientras durase la agresión y a condición de no tomar de ellos más que lo necesario. A lo que nunca nos autorizaría el derecho natural y de gentes es a desposeer a los agresores de aquellas propiedades y Estados de los que son legalmente dueños.
¿Pero qué sucedería si, después de predicarles pacíficamente, los indios se negaran a aceptar la fe? En ese caso, habría que abandonarlos a su suerte y dejar que Dios castigara su idolatría el día del Juicio final. Por muy importante que sea la tarea evangelizadora, siempre es una mala opción hacer bien por mal o, en el asunto que nos ocupa, usar la violencia para convertir a los infieles.
La repulsión que siente el segoviano hacia la guerra queda plasmada en una cita de su Comentario a la Carta de san Pablo a los romanos de 1550 que lo aleja del belicismo moderado de Vitoria para acercarlo a pensadores más pacifistas como Erasmo de Róterdam: “Esto es especialmente cierto para evitar y alejar las guerras públicas, que, como nos han enseñado las largas y amargas experiencias, no pueden llevarse a cabo sin esos inconvenientes, pérdidas, desastres y plagas tan perjudiciales para los hombres. Y aunque callemos sobre la devastación de los campos, el saqueo de las villas, los incendios de las ciudades, los adulterios, los estupros, la matanza de inocentes, los hijos privados de sus padres, las madres de sus maridos, los altares derribados y la profanación de todo lo sagrado y lo profano, crímenes que al alma le horroriza mencionar, ninguna guerra, una vez terminada, deja tras de sí rastro alguno de virtud, piedad o religión cristiana. Por el contrario, verás que los espíritus humanos se vuelven salvajes y brutales”.

El segundo hito fundamental en la carrera de Soto será la publicación, entre 1553 y 1556, de su obra más importante: el De iustitia et iure libri decem. Solo en la segunda mitad del siglo XVI, aparecerán más de treinta ediciones de esta obra, cosa que indica tanto el éxito de la misma como la repercusión alcanzada por la Escuela en aquel momento. En este tratado de teología moral se estudiarán cuestiones relacionadas con la filosofía del derecho, la teoría política o la economía; siendo este último el tema que más preocupaba a nuestro autor. Hay que tener en cuenta que el dominico estaba presenciando el nacimiento de un capitalismo financiero y comercial al que no se oponía, pero consideraba que debía ser dirigido y limitado moralmente. De entre sus ideas económicas, podemos destacar varias: la censura de la usura por ser una práctica que contraviene el principio fundamental de la justicia conmutativa de dar a cada uno lo que le corresponde, la reprobación de aquellos que especulan en situaciones de carestía con bienes de primera necesidad para lucrarse a costa del sufrimiento de los menos favorecidos, la defensa de la intervención del Estado en estos casos a través de la fijación provisional de un precio justo que beneficie tanto a compradores como a vendedores, etc.
Ahora bien, la contribución de Soto a la economía que mejor demuestra su compromiso con la defensa de la dignidad humana es la que se recoge en su Deliberación en la causa de los pobres de 1545. En 1540, debido a una fuerte hambruna que asoló gran parte de Castilla, el cardenal Tavera aprobó una ley para la villa de Madrid que confinaba a los pobres en su municipio de residencia y, tras verificar mediante un examen su condición de necesitados, ordenaba su atención en hospitales de gestión civil. La ciudad de Zamora, pensando en adoptar esta misma legislación y sabiendo de los conocimientos teóricos y prácticos del dominico a la hora de gestionar la pobreza, consultó al segoviano sobre la licitud de la misma. La respuesta de Soto no pudo ser más desfavorable. A su modo de ver, iba contra el derecho natural y de gentes que se impidiera el libre movimiento de las personas y era muy poco cristiano tener tantos reparos a la hora de socorrer al prójimo. Anticipando algunas tesis sobre lo que hoy en día conocemos como aporofobia, nuestro autor sospechaba que la ley Tavera simplemente quería eliminar a los pobres de las calles y que no fueran una molestia para el resto de los ciudadanos.

Soto falleció el 15 de noviembre de 1560 en Salamanca y en su funeral, al que acudieron un gran número de autoridades civiles y religiosas, leyó fray Luis de León un panegírico alabando la vida y la fama de su maestro. En la actualidad, el teólogo segoviano sigue muy presente en la ciudad del Tormes, ya que financió el puente que une la Plaza del Concilio de Trento con el Convento de San Esteban y, en el interior de este, una escalera diseñada por Rodrigo Gil de Hontañón que es una pequeña maravilla arquitectónica. Presidiendo el segundo tramo de dicha escalera, encontramos el emblema personal que se le otorgó probablemente a Soto en torno a 1546: dos manos apretándose en señal de amistad y de las que emana un fuego que recuerda al del sagrado corazón de Jesús. Envuelve la imagen un lema extraído de Gálatas 5,6: “Fides quae per charitate operatur”, es decir, la fe que obra mediante la caridad. En nuestra opinión, no se podría haber elegido mejor frase que esa para resumir el talante de un hombre que escribió y obró siempre con el objetivo de defender la dignidad humana y la causa de los menos favorecidos.
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* Universidad de Salamanca.
