En 1987, el Gobierno español aprobó la Ley 18/1987, que estableció oficialmente el 12 de octubre como Fiesta Nacional de España. Pero lo que a primera vista parecía una formalidad técnica escondía un gesto simbólico de calado: la supresión del nombre histórico de “Día de la Hispanidad”, usado oficialmente desde 1918 y con honda raíz cultural en el mundo hispánico.
Desde entonces, el 12 de octubre es oficialmente “Fiesta Nacional”. Una denominación neutra, administrativa, carente de alma. En su intento de ser inclusiva, ha terminado siendo vacía, amputando el sentido profundo de una fecha que no sólo celebra a España, sino el nacimiento de una comunidad y una civilización que abarca más de veinte naciones y quinientos millones de hablantes.
El cambio no fue inocente ni casual, sino que fue una decisión política coherente con la mentalidad de la España de la Transición tardía, deseosa de rebajar cualquier símbolo que pudiera resultar “problemático”. Pero esa operación de cosmética terminológica borró, de un plumazo, el concepto Hispanidad que no es imperial ni excluyente, sino cultural, lingüístico y espiritual.
El término Hispanidad tiene una historia rica y compleja. Nació del impulso intelectual de autores como Ramiro de Maeztu, quien en su obra Defensa de la Hispanidad (1934) reivindicó la existencia de una comunidad moral y cultural entre España y las naciones americanas nacidas de su legado. La Hispanidad, decía Maeztu, era la “cristiandad hispánica”, una civilización basada en valores trascendentes frente al materialismo anglosajón. Pero su idea, más allá del contexto ideológico de la época, recogía un hecho incontestable: que España no sólo conquistó, sino que fundó una civilización mestiza, integradora y duradera.
La palabra “Hispanidad” no la inventó un régimen ni pertenece a un partido. Aparece ya en textos del siglo XIX y fue asumida, con matices, por personalidades de muy diverso signo, desde Unamuno hasta Rubén Darío, desde Alfonso Reyes hasta Gabriela Mistral. La fecha del 12 de octubre se instituyó oficialmente como Fiesta de la Raza en 1918, y más tarde, con sentido más amplio y respetuoso, pasó a llamarse Día de la Hispanidad. Fue reconocida así por decreto del presidente Niceto Alcalá Zamora en 1931, en plena II República.
Sin embargo, en la España democrática de 1987, el término fue sustituido, y no por otro más preciso, sino por uno deliberadamente neutro. Se alegó que “Fiesta Nacional” era más acorde con una España moderna, plural y europea. Pero en realidad lo que se suprimió fue el contenido histórico y universal de la celebración, reemplazándolo por una etiqueta burocrática. Lo que antes era una conmemoración del encuentro de dos mundos y del nacimiento de una comunidad de pueblos, se redujo a una fiesta administrativa del Estado, con desfile militar y día no laborable.
La “Fiesta Nacional” es una categoría legal y todos los países tienen una. Pero el “Día de la Hispanidad” es una idea cultural, una realidad viva que trasciende las fronteras. Al suprimir ese nombre, España pareció renunciar a su papel histórico como centro de una comunidad que no se define por la geografía, sino por la lengua, la fe, las costumbres y un modo común de entender la vida.
El término “Hispanidad” no niega la pluralidad de las naciones americanas. Habla de un tronco común, no de un dominio. La prueba es que muchos países de América Latina siguen celebrando el 12 de octubre como “Día de la Raza”, “Día del Encuentro de Dos Mundos” o “Día de la Resistencia Indígena”, según su interpretación de la historia. Pero en todos esos nombres late la misma fecha fundacional, el mismo origen compartido.
España, en cambio, decidió silenciar su palabra fundacional, quizás por miedo a su propia sombra. Y desde 1987, la denominación “Fiesta Nacional” ha servido a todos los gobiernos porque su ambigüedad la hace cómoda. No compromete con ninguna interpretación del pasado. No evoca la conquista, ni la evangelización, ni la lengua, ni la cultura. Es una fiesta de Estado, no de civilización. Y por desgracia, eso dice mucho de la incomodidad de la España contemporánea con su propia historia.
Francia celebra el 14 de julio con orgullo republicano. Estados Unidos el 4 de julio con fervor patriótico. México conmemora el Grito de Dolores como su nacimiento nacional. España, en cambio, celebra una “Fiesta Nacional” sin nombre propio, como si temiera recordar qué la hizo grande.
No se trata de nostalgia imperial ni de reivindicar viejas glorias, sino de reconocer que la historia de España es inseparable de la creación de un espacio cultural inmenso, donde conviven naciones hermanas que comparten una lengua y una visión del mundo. Y sin embargo, España ha renunciado a darle nombre a esa comunidad.
Recuperar la denominación “Día de la Hispanidad” no sería un gesto simbólico sin consecuencias. Sería reconciliar a España con su papel histórico y cultural. Sería decir, sin complejos, que la historia de España no se reduce a su territorio, sino que forma parte de una civilización común.
La Hispanidad no es lo mismo que el “mundo hispano”, ni un simple conjunto de países que hablan castellano. Es una forma de entender la dignidad humana, el valor del mestizaje y la trascendencia espiritual de la cultura. Es el reconocimiento de que América y España se hicieron mutuamente, y que ambas se necesitan para comprenderse.
Cambiar el nombre en 1987 fue una concesión al clima ideológico del momento, marcado por la europeización acelerada y por la necesidad de mostrar distancia con el franquismo, que también había utilizado el término. Pero la apropiación política de una palabra no invalida su significado profundo. Renunciar a “Hispanidad” por haber sido usada por un régimen es como prohibir el término “Patria” por haber figurado en un eslogan.
La palabra Hispanidad pertenece a todos los que hablan español, a todos los que piensan en español, a todos los que se reconocen en una herencia común que abarca el Atlántico. No reivindicarla es un error histórico y cultural. Por tanto, volver a llamar al 12 de octubre Día de la Hispanidad no implicaría excluir a nadie, ni reabrir heridas, sino dar nombre al vínculo más universal que España ha generado. Sería un acto de afirmación cultural, no de nostalgia política. La ley podría mantener intacto su texto, bastaría con un cambio nominal. Pero ese cambio tendría un valor inmenso: recordaría que España no sólo tiene una nación, sino que fundó un mundo.
Sería, en el fondo, un acto de gratitud hacia los pueblos que surgieron de aquel encuentro, hacia los millones de personas que hoy mantienen viva la lengua española, y hacia nosotros mismos, herederos de una historia que, con sus luces y sombras, dio origen a una de las mayores comunidades culturales de la historia.
El 12 de octubre debe seguir siendo día de fiesta, de orgullo y de reflexión. Pero no sólo por España, sino por todo lo que España significa en el mundo. Y eso tiene un nombre claro, luminoso y exacto: Hispanidad.
