El Teatro Juan Bravo al completo se puso en pie para ovacionar a Rafael Álvarez ‘El Brujo’. Merece la pena empezar por el final porque al principio todo tendrá sentido; así fue el caótico monólogo del intérprete cordobés el viernes, en el que cualquier frase desordenada en su discurso encontraba su porqué antes o después, y así debe intentarse contar. «El Quijote soy yo», recordaba de vez en cuando el actor, al que le faltaba señalar al público con el dedo diciéndole «y usted», «y usted también», «y usted más».
Lo había anticipado y era verdad; él no venía a hacer de Dulcinea, ni de Rocinante, ni de Sancho, ni siquiera de Alonso de Quijano. Y sin embargo, a la conclusión de la obra, había hecho de todos; bien cuando mandaba a Óscar ambientar la escena con música y tambores y hacía un baile de «tacatá, tá, que tá» para proceder a la lectura de algún fragmento de ‘El Quijote’ o bien cuando hablaba de la pinta quijotesca que tenían los políticos en el Congreso leyendo la obra más importante de Cervantes, con gorgueras de la época y aires de señores cultos, pero capaces de dar más importancia a recordar las letras que les gobiernan, que a crear un gobierno por encima de las letras.
El Brujo desvelaba misterios y conseguía, con sus cuentos y sus historias, que el público comprendiese la necesidad de la tradición oral; por lo que contaba y porque quizás Cervantes recibió algo de ayuda para escribir su obra más importante. Además, Rafael Álvarez sembraba el desvelo entre los espectadores revelando lo que un taxista le había dicho una vez camino del Teatro Alcázar; que Cervantes no existió. Que fue un invento del Franquismo. Que lo había escuchado en Intereconomía. «La información es leyenda», anunciaba El Brujo. Y el Teatro Juan Bravo de la Diputación aplaudía y aplaudía. Y se reía y se reía; como si estuviese asistiendo en primera persona a uno de los muchos capítulos de ‘El Quijote’ y estuviese presenciando atónito alguna de las muchas ocurrencias del pobre caballero. El Brujo lo daba a entender; el mundo ha estado siempre lleno de Quijotes… y más desde que existe Telecinco.
De vez en cuando, Rafael Álvarez se acercaba a la mesita sobre el escenario y se dirigía con gesto cómplice a los tres espectadores situados en el proscenio de su izquierda. Contaba y contaba; El Brujo sobre todo contaba, a veces con rotundidad y otras con sarcasmo, logrando que las risas que se escuchasen fuesen más de nerviosismo que de gracia, cada vez que hacía alusión al número de personas presentes en el Teatro que habían leído ‘El Quijote’.
El Brujo contaba, la mayoría de las veces a toda velocidad, todas las palabras que guardaba dentro de su cabeza peinada con tanta locura como orden. Hablaba de su padre, narraba anécdotas y dedicaba la obra a su hijo Clemente de 11 años, quien siempre le preguntaba, «¿pero esto es verdad?». También, con una rosa en la mano, en la noche del cuatrocientos aniversario de la muerte del escritor, recordaba a Miguel, una vez muerto Alonso, y le daba las gracias por toda la fuerza que había tenido el Juan Bravo anoche.
Había sido, sin duda, una noche especial; el público salía con el grial en las manos, en la garganta y en estómago, y con un consejo en la cabeza: leer ‘El Quijote’ y descubrir si toda aquella verdad había caminado sobre la mentira, como el aceite lo hace sobre el agua.
