“¡Levántate! ¡Despierta!” Así dice la Katha Upanishad, un Texto de datación, probablemente, cercana a los cuatro mil años. Las Upanishads exponen el conocimiento de la esencia del ser humano. Constituyen el pilar fundamental sobre el que se asienta el Vedanta, la parte final o más plena del Veda. Es uno de los pensamientos más elevados y maduros que ha tenido la humanidad, así reconocido ello por filósofos modernos, como Kant, Hume, Jung o el indólogo Max Muller. El Vedanta no dualista (Advaita) es una forma de acceder a la verdad utilizando no solo un conocimiento meramente teórico, sino además, trascendente, práctico, experiencial y transformador. Para ello, es necesario, parar, eliminar el ruido, limpiar ideas y creencias propias y ajenas, apartar información manipulada y… escuchar, para después, meditar, buscar, estudiar, razonar, contrastar y constatar. El Vedanta Advaita procura un conocimiento tanto de lo trascendente, como de lo inmanente.
Y, para lograrlo: “…acércate a los grandes y aprende. El sendero es estrecho como el filo de una navaja; así lo dicen los sabios. Es arduo de transitar y difícil de cruzar…”, continúa la Upanishad.
Para que un sistema de visión de la verdad sea válido, los postulados emanados de su uso deben ser acertados tanto si son aplicados a un nivel trascendente (o espiritual) como inmanente (o material).
Visto todo desde este prisma, existe un orden bajo cuyo techo las cosas del mundo ocurren. A nivel mundano, de convivencia y organización dentro del espacio de tierra en el que nos ha tocado vivir, disponemos de un precepto ordenador del conjunto de normas que gobiernan nuestras relaciones. Dicho precepto se encuentra a un nivel superior al individuo, precisamente para la protección de cada uno de los miembros que componen el conjunto de seres humanos que habitan ese espacio al que se le puede denominar Estado o Nación. Es auto regulable, puesto que él mismo dispone el modo en el que puede ser modificado. Es básico, al establecer qué derechos y libertades resultan inalienables. Es claro, para que todo el mundo lo entienda. Es determinativo, al establecer el modo en el que deben ser elaboradas las leyes. Es garante de que los órganos encargados de legislar, gobernar y administrar la justicia, se encuentren siempre bajo sus reglas de juego. Define las instituciones básicas del Estado: Corona, Cortes, Gobierno, Poder Judicial y Tribunal Constitucional. Establece la separación de poderes como único sistema factible para evitar la dictadura, la autocracia y el control de los desmanes personales o ideológicos de cualquier iluminado de turno que pretenda establecerse por encima de ese orden. Por ello, es nuestra única esperanza práctica de salvación ante los ataques a nuestra propia libertad y “estatu quo” como persona.
Hace ya mucho tiempo que, quien gobierna, no lo hace para nuestro bien, sino para su propio beneficio y no es nuevo que, para ello, siempre ande caminando por el filo de la navaja de la constitucionalidad en su modo de actuar. Pero de un tiempo a esta parte la sutileza en la técnica empleada para sortear a la legalidad está cambiando por una burda chapuza de confrontación directa frente a ella.
Un sistema electoral evidentemente injusto, no proporcionado, nos ha venido conduciendo hacia una gobernabilidad claramente dependiente de elementos manifiestamente contrarios al mantenimiento de la unidad y ello supone el abono de una tierra vulnerable a la confrontación. El abuso del uso de la falsa “extraordinaria urgencia y necesidad” por parte del Gobierno, ha ido convirtiendo a la figura del Decreto Ley en la manera ordinaria de legislar. Si nos fuéramos estrictamente al mandato constitucional, en la actualidad, la práctica totalidad de las normas que se están dictando adolecen de disonancia con la Carta Magna.
Una vez conquistado el terreno del legislador, controlados los medios de comunicación, la empresa encargada del recuento de votos, el Instituto delegado para la memorización estadística, el centro de encuestas electorales y el Centro de Inteligencia Nacional, solo queda apoderarse del poder capaz de controlar sus desmanes. Se trata de un estado de guerra encubierta en la que el ataque se dirige frente a nosotros mismos.
Los mentirosos, los manipuladores, son capaces de dar la vuelta a la verdad y vendértelo como cierto. No es exacto decir que “el poder emana del pueblo representado en la Cámara”. Eso es una manipulación. “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado” (Constitución. 1.2). Esa es la Verdad. No es de recibo decir que “el poder judicial está boicoteando la voluntad del Congreso” cuando lo que está haciendo es cumplir con su deber y decidir sobre “la declaración de inconstitucionalidad de una norma jurídica con rango de ley” (Constitución. 161.1.a). Modificar una Ley Orgánica como el Código Penal, por la vía de urgencia, sin informes preceptivos, sin consenso, vía Proposición de Ley e introducir subrepticiamente en ella, vía de enmienda, la modificación de la composición del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial es claramente contraria al orden que nos preside.
El caso es que ahora a quien disiente se le llama facha, cuando siempre había sido lo contrario. Si dejamos que el Gobierno nos arrebate el único poder que puede pararle los pies, estaremos perdidos para siempre. Nuestra memoria es muy endeble. En unos meses hemos olvidado (como si estuviéramos dormidos) que nos han encerrado en casa y que han clausurado a ese Órgano que ahora dicen que representa el poder del pueblo, vulnerando la Constitución. Ahora empezará el goteo de las justas indemnizaciones derivadas del injusto cierre de las empresas. De nuevo nos tendremos que hacer cargo del mal hacer de los gobernantes como consecuencia de su vulneración de la ley.
En este lugar, en este momento, la cuestión a debatir trata sobre un ataque directo frente a nosotros mismos. Así que, como dice la Upanishad, “Levántate y despierta”.
